Toda mi vidadesee ejercer el oficio artesano de poeta. En este las palabras se enhebrancomo cuentas, ubicadas según su musicalidad, y así se va tejiendo verso a versouna idea que se vuelve verdadera solo por su belleza. Conquistar ese don deengaño fue todo mi afán, lo repetiré cuantas veces me lo pregunten, desde niño.Mientrasatravesaba los cortos años de mi juventud la realidad pudo desencantarme y comprendíque mis delicados y falaces versos nunca verían la luz de los salones literariosdonde el derecho a la palabra es un privilegio otorgado por la sangre o un caroplatillo con el que pueden deleitarse las elites que conquistan, junto al ritmode los versos, una renovadora sensación de profunda humanidad que no puedecomprarse en ningún otro sitio, por exclusivo que este sea.En mi oscurabúsqueda de la belleza tuve, extrañamente, certeza del instante en que elegíese camino. Cavilé largamente sobre el principio de mi amor por las palabras. Fueen mi infancia, luego del día en que mis analfabetos padres supieron que todassus tierras habían sido escrituradas a nombre de un sobrino del escribano en quienhabían confiado… Aunque parezca contradictorio, íntimamente admiré la capacidadcreadora de las palabras de los hombres. Un destino, en un segundo, cambia dedueño, un escrito desata la tragedia en unos, obsequia prosperidad a otros. Esafue mi primera visión de la dramática fuerza que anida en la palabra y esaexperiencia selló mi amor por la poesía.Añostranscurrieron. Cansado ya de rondar oficinas municipales y despachos deprósperos empresarios. Tanto tiempo había perdido tratando de interesar a lasalmas sensibles en mis versos… Hasta que, ya harto regresé un día a mi casa,tan cabizbajo y humilde como había salido, humillado y con el cuello de lacamisa y los sobacos embebidos en sudor. Abrí la puerta y, con voz alta eimperativa, anuncie a mi mujer y mis dos hijos que abandonaríamos la ciudad. Nosinstalaríamos en las pocas tierras que se habían salvado del robo sufrida pormis padres.Años antes, latraición o más bien la conciencia de su irreparable ignorancia, (tal fue eldiagnostico con ambición de epitafio enunciado por mi madre) había dañado tanto física como moralmente ami padre que murió de un infarto, luego de una breve y onerosa internación. Enun acto incomprensible, el sobrino del escribano me donó una parcela, pequeña,sin fuentes de agua ni edificación alguna. La generosidad del joven fuelargamente reconocida. Yo, tras años de negarme a pisar ese suelo, regresaría aél.Aunque laconciencia del poder de las palabras me llegase desde una voz violenta ydestructiva, ya de niño me había llenado de asombro la magnífica poesíaencerrada en la soledad de la tierra. No hay mejores poetas que los humildeshombres que bautizan parajes y comarcas. Esa es mi opinión aun hoy. Quién sabesi por la exquisita combinación de soledad y esperanza que se dan en esoslugares (sitios convertidos en fugaces paginas donde el hombre escribe suverdad), quien sabe si por el valor de los pioneros que se atreven a dejarlotodo para fundar algo nuevo… No lo sé. Cuando decidí llevar a mi joven familiaa ese exilio interior, no se me ocurrió ningún nombre mejor para mi pequeñaparcela que “La Vida” y soy consciente de mi falta de originalidad y talento.El míseroterreno no tenía nada relevante. Solo un par de quebrachos negros, varias vecescentenarios, esa variedad había sido diezmada hasta su casi completa extincióndurante la fiebre de explotación de la madera. Quizás estos fueran los últimos ejemplaresde su especie y entre ambos, buscando la protección de su sombra, construí unrancho. El suelo del pequeño campo era de arena y piedra, unos pocos arbustos grisessobrevivían como podían en el páramo. Sin agua era difícil pensar que nadiepudiese sobrevivir allí. Dicen que los desiertos son los lugares donde nacenlos hombres a la sabiduría de las visiones, yo me interné allí y, mientrastrataba de ensimismarme para no escuchar los reclamos y quejas diarias de mimujer y mis hijos, busqué mi epifanía. Acompañados por una cabra que exagerabanuestra facha de eremitas. Perro, allí no hubo, porque tan rápido como royó lasoga que lo sujetaba escapó de nosotros y del hambre. Tuvimos días buenoscuando la tormenta rompía el cielo y los dos árboles que nos cubrían parecíansostener apenas el negro firmamento sobre nosotros, meciéndose casi hasta el sueloen su esfuerzo.Yo no halléinspiración alguna en ese suelo yermo. Sé que los versos notariales que escribícuando joven, en la ciudad, no merecen más que olvido. Pero en esa etapa podíaexcusarme mi juventud y lo poco inspirador del lugar que me oprimía (si, podíajactarme de poseer inspiración pero sofocada). En medio de la soledad perdíesta excusa falaz. Aun podía pensar que era mi compañía la que me impedíaescuchar a las musas. Mis hijos solo se preocupaban por comer. Sus flacoscuerpos eran solo barriga y solo con ella parecían pensar. Mi mujer mereclamaba que allí no tendrían futuro ni educación, olvidaba que estabandefendiendo la única tierra que aun poseíamos. La tierra es el valor másprofundo sobre el que puede apoyarse un hombre. La tierra es lo único sólido.No me comprendieron a pesar de que ejercí toda la autoridad que un hombreposee. No me obedecieron aunque mis fundamentos eran sagrados. Huyeron de mí.Mis últimosrecuerdos de ellos son tristes. Mi hija menor volaba de fiebre, y, habiendoesperado inútilmente un par de días a que recobrase su salud, finalmente debísalir en busca de un médico. Mi mujer, a mis espaldas consiguió que un vecinola llevase, con mis dos hijos, de vuelta a la ciudad. Supongo que ha de haberserefugiado en la casa de su familia. No lo sé con certeza, porque decidí nobuscarlos para no forzar su retorno. Me han abandonado pero en mi soledad, yo reino.Estoy en mi propiedad y aquí busco mi voz.Pasaron años yni mis recuerdos, ni la observación de la tierra y el cielo me han dado elcanto que aún se persigo. Ya no me atrevo a intentar versificar. Mis borradoreshan ido derivando decimas gauchescas. Me siento un extranjero por usar esostérminos estrafalarios que inventaron los señoritos del siglo XIX paradisimular la lejanía extrañada con que observaban su país. No puedo evitarexpresarme así. Ese quizás sea nuestro dialecto para comunicar la soledad y elexilio.
Toda mi vidadesee ejercer el oficio artesano de poeta. En este las palabras se enhebrancomo cuentas, ubicadas según su musicalidad, y así se va tejiendo verso a versouna idea que se vuelve verdadera solo por su belleza. Conquistar ese don deengaño fue todo mi afán, lo repetiré cuantas veces me lo pregunten, desde niño.Mientrasatravesaba los cortos años de mi juventud la realidad pudo desencantarme y comprendíque mis delicados y falaces versos nunca verían la luz de los salones literariosdonde el derecho a la palabra es un privilegio otorgado por la sangre o un caroplatillo con el que pueden deleitarse las elites que conquistan, junto al ritmode los versos, una renovadora sensación de profunda humanidad que no puedecomprarse en ningún otro sitio, por exclusivo que este sea.En mi oscurabúsqueda de la belleza tuve, extrañamente, certeza del instante en que elegíese camino. Cavilé largamente sobre el principio de mi amor por las palabras. Fueen mi infancia, luego del día en que mis analfabetos padres supieron que todassus tierras habían sido escrituradas a nombre de un sobrino del escribano en quienhabían confiado… Aunque parezca contradictorio, íntimamente admiré la capacidadcreadora de las palabras de los hombres. Un destino, en un segundo, cambia dedueño, un escrito desata la tragedia en unos, obsequia prosperidad a otros. Esafue mi primera visión de la dramática fuerza que anida en la palabra y esaexperiencia selló mi amor por la poesía.Añostranscurrieron. Cansado ya de rondar oficinas municipales y despachos deprósperos empresarios. Tanto tiempo había perdido tratando de interesar a lasalmas sensibles en mis versos… Hasta que, ya harto regresé un día a mi casa,tan cabizbajo y humilde como había salido, humillado y con el cuello de lacamisa y los sobacos embebidos en sudor. Abrí la puerta y, con voz alta eimperativa, anuncie a mi mujer y mis dos hijos que abandonaríamos la ciudad. Nosinstalaríamos en las pocas tierras que se habían salvado del robo sufrida pormis padres.Años antes, latraición o más bien la conciencia de su irreparable ignorancia, (tal fue eldiagnostico con ambición de epitafio enunciado por mi madre) había dañado tanto física como moralmente ami padre que murió de un infarto, luego de una breve y onerosa internación. Enun acto incomprensible, el sobrino del escribano me donó una parcela, pequeña,sin fuentes de agua ni edificación alguna. La generosidad del joven fuelargamente reconocida. Yo, tras años de negarme a pisar ese suelo, regresaría aél.Aunque laconciencia del poder de las palabras me llegase desde una voz violenta ydestructiva, ya de niño me había llenado de asombro la magnífica poesíaencerrada en la soledad de la tierra. No hay mejores poetas que los humildeshombres que bautizan parajes y comarcas. Esa es mi opinión aun hoy. Quién sabesi por la exquisita combinación de soledad y esperanza que se dan en esoslugares (sitios convertidos en fugaces paginas donde el hombre escribe suverdad), quien sabe si por el valor de los pioneros que se atreven a dejarlotodo para fundar algo nuevo… No lo sé. Cuando decidí llevar a mi joven familiaa ese exilio interior, no se me ocurrió ningún nombre mejor para mi pequeñaparcela que “La Vida” y soy consciente de mi falta de originalidad y talento.El míseroterreno no tenía nada relevante. Solo un par de quebrachos negros, varias vecescentenarios, esa variedad había sido diezmada hasta su casi completa extincióndurante la fiebre de explotación de la madera. Quizás estos fueran los últimos ejemplaresde su especie y entre ambos, buscando la protección de su sombra, construí unrancho. El suelo del pequeño campo era de arena y piedra, unos pocos arbustos grisessobrevivían como podían en el páramo. Sin agua era difícil pensar que nadiepudiese sobrevivir allí. Dicen que los desiertos son los lugares donde nacenlos hombres a la sabiduría de las visiones, yo me interné allí y, mientrastrataba de ensimismarme para no escuchar los reclamos y quejas diarias de mimujer y mis hijos, busqué mi epifanía. Acompañados por una cabra que exagerabanuestra facha de eremitas. Perro, allí no hubo, porque tan rápido como royó lasoga que lo sujetaba escapó de nosotros y del hambre. Tuvimos días buenoscuando la tormenta rompía el cielo y los dos árboles que nos cubrían parecíansostener apenas el negro firmamento sobre nosotros, meciéndose casi hasta el sueloen su esfuerzo.Yo no halléinspiración alguna en ese suelo yermo. Sé que los versos notariales que escribícuando joven, en la ciudad, no merecen más que olvido. Pero en esa etapa podíaexcusarme mi juventud y lo poco inspirador del lugar que me oprimía (si, podíajactarme de poseer inspiración pero sofocada). En medio de la soledad perdíesta excusa falaz. Aun podía pensar que era mi compañía la que me impedíaescuchar a las musas. Mis hijos solo se preocupaban por comer. Sus flacoscuerpos eran solo barriga y solo con ella parecían pensar. Mi mujer mereclamaba que allí no tendrían futuro ni educación, olvidaba que estabandefendiendo la única tierra que aun poseíamos. La tierra es el valor másprofundo sobre el que puede apoyarse un hombre. La tierra es lo único sólido.No me comprendieron a pesar de que ejercí toda la autoridad que un hombreposee. No me obedecieron aunque mis fundamentos eran sagrados. Huyeron de mí.Mis últimosrecuerdos de ellos son tristes. Mi hija menor volaba de fiebre, y, habiendoesperado inútilmente un par de días a que recobrase su salud, finalmente debísalir en busca de un médico. Mi mujer, a mis espaldas consiguió que un vecinola llevase, con mis dos hijos, de vuelta a la ciudad. Supongo que ha de haberserefugiado en la casa de su familia. No lo sé con certeza, porque decidí nobuscarlos para no forzar su retorno. Me han abandonado pero en mi soledad, yo reino.Estoy en mi propiedad y aquí busco mi voz.Pasaron años yni mis recuerdos, ni la observación de la tierra y el cielo me han dado elcanto que aún se persigo. Ya no me atrevo a intentar versificar. Mis borradoreshan ido derivando decimas gauchescas. Me siento un extranjero por usar esostérminos estrafalarios que inventaron los señoritos del siglo XIX paradisimular la lejanía extrañada con que observaban su país. No puedo evitarexpresarme así. Ese quizás sea nuestro dialecto para comunicar la soledad y elexilio.