Revista Literatura

Arcángeles

Publicado el 09 noviembre 2012 por Romanas


Arcángeles
     Capítulo 2 Infancia y juventud de un asesino
En el coche, camino de su casa, el abogado recordó aquel día, en la prisión de máxima seguridad de Sengen, cuando le dijo a su defendido:

-Mi mayor curiosidad es saber qué sentiste en aquel momento en que apretabas el gatillo, mientras le apuntabas a la cabeza y él te miraba.

-Una inmensa sensación de poder, seguramente la misma que él experimentaba  cuando firmaba sentencias de muerte, pero es curioso, en aquel mismo momento, allí, me encontré de nuevo en  mi infancia, volví a vivir aquella primera vez que maté, con mi tirachinas, una merla que empollaba sus huevos en el nido, la mirada del juez me recordó aquélla otra, toda pupila, llena de alarma de aquel maldito pájaro, en realidad, el pájaro, el juez y yo, al vivir, no hacemos más que asumir un riesgo, vivimos para matar y ser muertos. Usted también, cuando acude a un restaurante a comer con su mujer y unos amigos, los animales de que se nutre, han muerto por usted, para que usted  los coma, es como si usted los hubiera matado directamente. Es lo  que hacemos, en cada momento de esta vida, lo arriesgamos todo para seguir viviendo, cuando subimos a un coche, a un tren o a un avión, pero es tan cotidiano que no nos damos cuenta. Y, si  embargo, de vez en cuando, uno de esos maravillosos aviones cae y mueren cientos de personas que lo tomaron tranquilamente, completamente convencidos de que no iban a encontrar la muerte en aquel acto tan habitual. Y no digamos todos esos otros que mueren en la carretera, cualquier fin de semana, cuando creen que van hacia el placer y la felicidad. Entraba dentro de las posibilidades del juez que, un día, uno de nosotros, le pegara un tiro por todo lo que estaba haciendo. Entraba dentro de mis posibilidades que a mí me cogieran, me juzgaran y me ejecutaran, una mañana, al amanecer. La vida es este juego, que todos jugamos y  tiene estas reglas, unas están escritas en los códigos penales y otras, no, pero son las reglas. Ellos gobiernan, juzgan, dirigen,  explotan y oprimen. Nosotros somos gobernados, juzgados, dirigidos, explotados y oprimidos, pero, de vez en cuando, uno de los nuestros le pega un tiro a uno de ellos o les pone una bomba, debajo del coche. Es la única manera, en este dislocado mundo que ellos gobiernan, de introducir un poco de justicia. Son lances del juego, de un  juego que está sometido a esta clase de normas. De modo que ellos no pueden quejarse de nada ni yo tampoco.  Pero no era tan cínico siempre. A él  le gustaba recordarlo cuando, allí, en la celda,  hablaba a borbotones de su infancia, en aquella lejana provincia:

-El francés fue uno de mis demonios particulares, pero no el peor. Convivía con aquella mujer  y acababan de llegar, huyendo de la guerra de Argelia. Ella se había agarrado a aquel borracho matón y pendenciero, que le pegaba una paliza diaria, delante de los dos niños, antes de joderla también allí, en aquella única habitación que ocupan los cuatro, en su presencia. Vuelvo a sentir la misma repugnancia, el mismo asco que, entonces, sentía cuando la pobre mujer, que soportaba aquella vida para que sus hijos comieran el pan que, por las mañanas, les traía El francés, que era panadero, me enseñaba el feto de unos meses que había abortado, con motivo de una de aquellas cotidianas palizas y que ella guardaba en una de esas botellas de leche de boca ancha, para chantajearlo a él con denunciarlo a la policía. De hecho, la policía venía a aquella casa de los horrores y nos interrogaba a todos, por lo menos una vez a la semana. El francés tenía celos de mí, porque ella se los inculcaba, pensaba que ésta era la mejor manera de que aquel animal no la abandonara. De modo que a mí también me agredía El francés casi todos los días, por lo que yo tenía que esconderme de él continuamente. Otro se hubiera ido de aquella maldita casa, pero yo no podía hacerlo porque no tenía ningún otro sitio adonde ir. Aquella habitación, realquilada al francés, era la única posibilidad de que yo acabara la carrera, de que me licenciara. Fue allí, precisamente, donde me ocurrió aquel  asunto de los calcetines. Yo quería, sobre todo, escribir pero no para los otros sino para mí porque me di cuenta muy pronto de que yo no era como los demás, que a mí no me bastaba con vivir, con dejarme llevar por la vida y no era una respuesta válida la que me daban las dos iglesias, la cristiana y la comunista.

        Pero, para ello, necesitaba tiempo, mucho tiempo, para leer, para estudiar, para pensar, para anotar todo lo que pasaba por mi cabeza, para escribir, en fin.

     No he tenido amigos porque no he podido. No he encontrado a nadie a quien le preocupen, a quien le obsesionen, los mismos temas que a mí y me aburre e irrita insoportablemente mantener con ellos lo que se considera una conversación normal. Así que, cada vez, me encierro más en mí mismo y no lo paso mal, pero de cuando en cuando necesito hablar con alguien para comunicarle lo que pienso.

     Pero, al principio, todo era distinto.

   En mi infancia, mis preocupaciones, mis obsesiones fueron absolutamente normales. Como todos los niños aborrecía la escuela y adoraba los juegos. Mi pobre madre tenía que llevarme a clase a base de crujirme las posaderas a zapatillazos y hubo de hacerlo así hasta que en mi dura cabeza penetró definitivamente la idea de que no era ella la que iba a cejar en su empeño.

     Recuerdo, como si lo gustara ahora mismo, el sabor blando del agua del pozo con la que don Patricio, mi primer maestro, llenaba aquella tinaja de la que todos tomábamos, con el mismo cazo, aquel asqueroso líquido que sabía a tinta y  orines.

     Recuerdo, como si ahora estuviera allí de nuevo, aquella sensación de angustia ante la inminencia de un mal desconocido que nunca he vuelto a sentir con tanta nitidez. Creo que se basaba sobre todo en la increíble crueldad del maestro, que nos golpeaba sin ningún motivo con una gruesa correa de hebilla metálica, más incluso que en el terror que me inspiraban los malos tratos de los que éramos objeto por parte de los chicos mayores.

     El caso es que la memoria de aquella triste escuela, en la que, por cierto, no aprendí ninguna otra cosa que no fuera lo terrible que puede llegar a ser sobre nosotros la presión de los demás, me angustia todavía, hoy, cuando hace ya tantos  años que la abandoné.  Y lo más incomprensible, para mí, era que, desde que me alcanzaba la memoria, yo sabía leer. Me enseñó mi padre utilizando como texto las obras completas de Rubén Darío, de modo que todavía, hoy, me sigue obsesionando cuando escribo el ritmo machacón de la "Marcha triunfal".

     Un día, sin que yo pudiera averiguar por qué, mi madre me condujo a otra clase, la de don Evaristo, que también nos pegaba pero de otro modo, sin crueldad, sin ensañamiento, no porque, en el fondo nos odiara a todos, seguramente por el trabajo que le dábamos, como don Patricio, sino porque creía sinceramente en las virtudes pedagógicas del castigo corporal.

     Don Evaristo era, a pesar de todo, un buen maestro. Pretendía que aprendiéramos las cosas razonando y no de memoria como el anterior, que nos hacía cantar las lecciones como una letanía. Pero tenía alguna honda preocupación que frecuentemente lo sumía en una especie de trance o evasión, durante la cual, los más astutos se escapaban de la clase.

     Pasados muchos años, supe que lo que le ocurría era que, después de casado, había descubierto que la que realmente le gustaba era su cuñada, la hermana menor de su mujer, con la que acabó casandose en segundas nupcias, cuando murió la otra.

     Y, por fin, un día, mi madre me cambió de clase otra vez. El profesor era forastero. Había llegado al pueblo trasladado porque en su destino anterior había tenido un lío de faldas con una de sus alumnas, pero es, sin duda, el mejor profesor que nunca he tenido. Mejor que Tierno Galván, que Batlle y Vázquez e incluso que Truyols Serra.

     El mejor profesor no es el que te obliga a aprender utilizando una u otra clase de coacción-Batlle-, o el que te encandila con la brillantez y profundidad de sus conocimientos-Tierno-, ni siquiera el que abre ante tus ojos el atractivo panorama de todo el saber de la vieja Europa-Truyols-, sino el que pretende y consigue interesarte por el propio conocimiento y por sus métodos.

     Aquel viejo maestro de escuela, que en sus ratos libres escribía un diccionario, me contagió su pasión por conocer, por averiguar el viejo significado de las palabras y por lo que se escondía detrás de ese impenetrable mundo que constituyen las cosas.

     De repente, un día, yo también me hallé a mí mismo, sentado en una vieja silla de metálica, junto a una mesa de cocina, escribiendo con un trozo de lápiz historias que no me habían sucedido con palabras que aún no conozco muy bien.

     De modo que, ahora, cada vez que me pongo a pensar, a  soñar o a escribir, recuerdo a mi viejo maestro con su noble cabeza temblorosa por el mal de Parkinson, escribiendo con su minúscula y primorosa letra largas columnas de palabras y su signficado.

     Yo no respeto a las palabras. Siento por ellas, incluso, un gran desprecio, pero él experimentaba por todos aquellos vocablos, que se extendían sobre el papel rayado en el que escribía, una verdadera adoración. Creía que era cierto aquello que yo leía en los dos facsímiles de los Evangelios que se hallaban a cada lado del altar, cuando ayudaba a misa: "En un principio, era el Verbo, y el Verbo era Dios, y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros".

     Así que él, mi viejo maestro, creía que Dios no sólo estaba dentro de ellas sino que era esa serie de manchas oscuras que él trazaba sobre el papel, por eso escribía constantemente tratando sin duda de exorcizar aquel maldito demonio del sexo que tanto le obsesionaba y que le había hecho caer en el peor de los pecados que puede cometer un maestro.

     Yo le adoraba y él me quiso tanto a mí que no se resignó a que mis estudios acabaran en aquellas escuelas graduadas de las que él representaba el último peldaño, habló con todos los otros profesores que habían creado el colegio de segunda enseñanza donde los chicos del pueblo estudiaban el bachiller y los convenció para que me admitieran como el único alumno gratuito.

     De modo que si aquel hombre no hubiera convencido a sus compañeros de profesorado y a mi madre para que yo estudiara, ahora yo no estaría aquí sino que acompañaría a mi hermano Jesús, que va vendiendo cosas increíbles con su motocarro, por todos los mercados de la región.

     Así que comencé a estudiar el bachillerato allí, en aquel colegio que unos profesores avispados crearon para que los chicos de mi pueblo que, en aquella dura posguerra, podían estudiar, no tuvieran que trasladarse para hacerlo a la capital de la provincia.

     Es, tal vez, la época más interesante de mi vida porque en ella se concretó ante mí, por primera vez, lo que, luego, sería, para siempre, la sociedad, un medio sobre todo hostil del que lo poco que se recibe hay que pagarlo a peso de oro.

     Yo era inocente e ingenuo no sólo porque fuera un niño, sino porque siempre había estado entre faldas, las de mi tía o las de mi madre, según transcurrieran las relaciones de ésta última con mi padre.

     Para mí el mundo era tan sólo ese universo femenino no exento de dureza y crueldad pero en el que las cosas casi nunca suceden por la fuerza. La mujer es, quizás, más dura y exigente que el hombre y, seguramente, mucho más cruel, pero sus iniquidades, cuando las comete, tienen el sello inconfundible que le proporciona su femineidad, no se basan en la fuerza sino, si acaso, en ese otro aspecto mucho más refinado de la misma que constituye el poder, como una simple relación de dependencia.

     El choque de mi ingenuidad, de mi inocencia con el mundo de los varones adultos y semiadultos fue absolutamente brutal. Tuve que adoptar a toda prisa formas de comportamiento que, para mí, no sólo eran nuevas sino incomprensibles. Hube de asimilar que la debilidad, que en el mundo femenino no sólo era admisible sino que me había abierto casi todas las puertas, en mi nuevo medio era lo más reprobable hasta el punto que me incapacitaba para la convivencia.

     Recuerdo la primera vez que uno de mis compañeros me agredió para arrebatarme la pelota mientras jugábamos al fútbol. Yo que, desde el primer momento, demostré una cierta habilidad para manejar aquella endiablada bola, con la que entonces perdíamos casi todos nosotros la mayor parte de nuestro tiempo, se la había quitado a él limpiamente y me iba hacia la portería contraria con gran probabilidad de hacer un gol, cuando él, que no sólo me adelantaba en varios años sino que pesaría más del doble que yo, me propinó por detrás una enorme patada que me arrojó de cara contra el suelo.

     Para mí aquel comportamiento era inexplicable así que me levanté y me dirigí hacia él para pedirle explicaciones pero él, seguramente, creyó que le iba a devolver la agresión y me propinó tal puñetazo entre el ojo y la nariz que no sólo estuvo a punto de hacerme perder la visión sino que desvió mi tabique nasal para siempre.

     Derribado, por segunda vez, sobre el suelo no me cupo otro remedio que llorar, con un llanto que era más de sorpresa y de impotencia que de protesta. Y mi llanto fue lo que colmó el vaso de la paciencia de mis compañeros. En lugar de revolverse contra mi agresor, cuya conducta respecto a otro chico menor que él y, sobre todo más débil, era indudablemente la de un cobarde, todos, sin excepción, se lanzaron sobre mí y comenzaron a darme patadas y a abuchearme. Luego supe que lo hicieron por la debilidad que supuso que me pusiera a llorar.

     Entonces, no lo comprendí. Ahora, lo entiendo incluso mejor que ellos. Ahora sé que la sensación de debilidad puede sentirse pero nunca debe expresarse porque excita, impulsa irresistiblemente al ataque. De modo que mis pequeños y recientes compañeros, cuando me golpeaban y abucheaban me estaban haciendo único y especial destinatario del primero de los bienes que de ellos recibí, que fueron muchos, puesto que me enseñaron, para siempre, a tragarme las lágrimas, a aguantar imperturbablemente los ataques, las agresiones y las ofensas hasta que fuera capaz de devolverlas incrementadas.

     La segunda de sus magistrales lecciones fue la del desprecio.

     El claustro de profesores del colegio me perdonaba su estipendio por asistir a clase; la Organización Juvenil me compraba los libros para que yo pudiera estudiar y el Ayuntamiento me pagaba los viajes cuando, al final de curso, habíamos de ir a la capital de la provincia, a examinarnos, pero, para comer no encontramos a nadie que me ayudara de modo que hube de trabajar, por las tardes, recogiendo las mondas y los huesos, en la fábrica de conservas vegetales donde trabajaban también mi madre y mis hermanos.

     Dos de los hijos de mi jefe estudiaban conmigo en aquel colegio y todavía recuerdo su cara de asombro el primer día que me vieron ir de mesa en mesa, con mi delantal, recogiendo los desperdicios con un capazo. Al día siguiente, vinieron a verme todos mis compañeros y, desde entonces, siempre me miraron con una especie de compasión y de desprecio. Porque estábamos en la  posguerra y, en este país, el trabajo manual no tenía entonces la misma consideración social que en otros sitios. Para aquellas cabezas infantiles, educadas en la mentalidad del señorito, que un tipo como yo, que tenía que trabajar de aquella manera para comer, asistiera a su mismo colegio no era una aberración sino algo mucho peor, un insulto.

     Desde aquel día y durante cierto tiempo, todos evitaron cuidadosamente sentarse junto a mí en aquellos largos bancos de las clases, como si yo estuviera apestado y fuera capaz de contagiarles mi pobreza.

     Nunca me aceptaron realmente ni siquiera cuando comenzaron a necesitarme para que les diera clases particulares y gratuitas, por supuesto, de matemáticas y de latín que, a veces, sólo a veces, eran recompensadas por los padres con una merienda consistente en un trozo de pan y una jícara de chocolate.

     Pero quizás el trance decisivo para el comienzo de este proceso de moralización que todavía continúa tuvo lugar el día en que aquellos mozalbetes se empeñaron en darme una lección decisiva.

     El universo de mi infancia había comenzado a tambalearse con el tránsito del mundo femenino al masculino, pero resistió el embate, aquella pandilla de gamberros con la que yo estaba, desde entonces, obligado a convivir, podía sustentar una escala de valores tan dura y distinta de la que yo estaba acostumbrado que mi  integración en aquel mundo parecía imposible, pero sus postulados, sus valores no colisionaron con los míos todavía, porque, en el fondo de aquella bestialidad, de aquella ferocidad, de aquella sinrazón, de aquella violencia, yo podía seguir  tomando fuerzas, cada día, en el hogar familiar, aquel hogar en cuya cima se erigía un padre intocable, tan lejano como inaccesible que, como luego supe, cultivaba aquella lejanía para evitar nuestro derrumbamiento moral.

     Yo adoraba y temía a mi padre más aún de lo  que temía y adoraba a Dios porque siendo los dos tan lejanos, aquél estaba un poco más cerca. Era aquella lejanía lo que los mantenía tan puros como inalcanzables, porque la creencia en la pureza, en la limpieza, en la castidad, en la honradez y en la virtud sólo pueden mantenerse con la distancia.

     Ahora ya sé que ni Dios ni mi padre ni nadie está limpio,  que tanto el Uno como el otro eran también humanos, sí, porque Dios no es sino una mera creación nuestra, por eso lo concebimos antropomórfico, y, como nada supera nunca a su creador, un dios creado o, por lo menos, descubierto o intuido por el hombre por fuerza tiene que ser humano.

     Que Dios era humano, demasiado humano, tardé bastante tiempo en descubrirlo, el descubrimiento de que mi padre lo era también fue casi inmediato y se encargaron de ello, aquellos mis terribles compañeros de colegio.

     Yo no sólo era honesto sino que, además, lo parecía. No sólo no me masturbaba colectivamente como hacían ellos sino que me negaba a presenciarlo o comentarlo. No creo que fuera consecuencia de mi peculiar formación religiosa que había sido la misma que la de todos sino por una especie de pudor que fue como un presentimiento. Y fue mi honestidad, mi diferencia que, para ellos, era como un insulto intolerable lo que, seguramente, los decidió a planear aquella humillación.

     Un día me invitaron a comer en la finca de uno de ellos que, simbólicamente, se llamaba "El paraíso". Al principio, fue una excursión agradable porque todos estaban especialmente amables conmigo. Al atardecer, cuando ya era casi de noche, me invitaron a entrar en la casa de los hacenderos diciéndome que guardara el mayor silencio porque iban a enseñarme algo que nunca volvería a ver. Subimos un sinfín de escaleras hasta una buhardilla y me dijeron que me arrodillara delante de una trampilla. Tuve que esperar allí, de rodillas,  un tiempo que a mí, en mi ansiedad por ver aquello tan maravilloso que nunca volvería a ver, se me hizo interminable. Estuvimos allí, frente a la trampilla del suelo, hasta que sonó el canto de una merla que, después, comprendí que era la señal y, entonces, me dejaron mirar, levantando un poco la trampilla.

     Debajo de ella se hallaba la enorme cama de los hacenderos y sobre ella mi padre estaba jodiendo con una mujer.

     Quise retirarme pero no me dejaron, me sujetaron fuertemente por los hombros y la cabeza contra la trampilla hasta que se cansaron, pero a mí me fue muy fácil dejar de ver porque cerré los ojos, sin embargo, aún hoy aquellas terribles imágenes en la que el dios que era mi padre se comportaba como la peor de las bestias están tan frescas en mi memoria como en aquel momento.

     Luego, cuando todo acabó, me soltaron y se fueron y yo me quedé allí, de rodillas, hasta que tuve la certeza de que todos, incluso mi padre y la mujer se habían ido.

Sí, yo quería escribir pero sólo hay una manera lícita de hacerlo y es como vomitar porque sólo se trata de eso, de echar fuera todo lo que nos daña y sólo hay una concepción del mundo válida, aquélla que ha comprendido que no hay un sólo mundo sino tantos como individuos, de modo que no es posible, que ni siquiera puede intentarse la comprensión, que ésta no es más que una más entre esos millones de palabras vacías.

     Si yo escribo que el frío, ese frío que te hiela hasta el alma, me gusta, nadie me va a entender por mucho que ahora explique que el frío, como contrario al calor, es precisamente lo que le da sentido a éste y que eso es precisamente lo que yo busco, hallarle algún sentido a una existencia que aparentemente no lo tiene.

     Es como la lluvia que cae del cielo y que moja mi brazo, le da sentido al tibio y endeble calor del resto de mi cuerpo.

     Porque una vida como la mía no habría tenido sentido si yo no no hubiera aceptado de alguna manera lo que me pasaba no como lo peor sino lo menos malo. Que el traje que vestía lo hubiera desechado por inservible mi tío Paco López y que los zapatos que calzaba fueran los que Pedrito Alcázar había tirado a la basura y que mis calcetines sólo eran aquellos pedazos de trapo que tanto hicieron reír a las Pardo cuando yo subía las escaleras corriendo para que ellas no me vieran, todo aquello no tendría sentido si yo no se lo doy como algo necesario para que yo ahora pueda escribir sobre ello como la heroicidad que corresponde al que sobrelleva con cierta dignidad una especie de maldición.

     Porque todo era entonces, todo es ahora, como una maldición. Y, sin embargo, ya entonces aprendí que es posible cierta felicidad dentro de la peor de las desgracias, aunque ésta se derive de saber afrontar esa horrible curiosidad que los otros sienten por lo que a nosotros nos pasa. 

La noche se había cerrado totalmente pero él continuaba allí, con la cara pegada a los barrotes, mirando hacia la oscuridad. Pasado un rato, continuó:

  -Yo creo que Amelia no me amaba como tampoco yo la amaba a ella porque no se puede amar lo que se odia tanto. Yo odiaba a Lolita,  su madre, como pocas veces he vuelto a odiar a nadie en mi vida y lo hacía porque ella era exactamente como yo, sabía muy bien lo que me estaba pasando porque a ella también le había pasado antes y, en lugar de compadecerme por ello, me despreciaba. Yo era lo que ella había sido, un pobre de solemnidad, un desgraciado que se debatía fuera de su ambiente, un imbécil que había aceptado el desafío de vivir en un mundo que no era el suyo.

     Porque, ya lo he dicho antes,  no hay un sólo mundo, sino una serie infinita de ellos que se entrecruzan, sin llegar a mezclarse, sin poder entenderse, y, entre todos, se hallaban aquel horrible mundo de miseria y de hambre que yo vivía entonces y el mundo luminoso de copiosa abundancia en el que vivían los otros.

     Recuerdo como si fuera ahora mismo aquellas Navidades en las que nos cortaron la luz. Mi tía Amparo, para quien la Navidad era, a pesar de todo, algo sagrado se había ido al pueblo, para pasar las fiestas con mis hermanos, dejándonos a mi padre y a mí en la ciudad, absortos ambos por nuestros respectivos amores.

     Yo estaba de pie, junto a la única ventana que aún tenía cristal, esperando que mi padre doblara la esquina para traerme algo para cenar, una de aquellas misteriosas limosnas que él conseguía de sus amigos. Esperé toda la noche. Pero no vino.

     Era demasiado fuerte estar allí, en aquella maldita habitación a la que El francés nos había reducido y que servía de cocina, sala de estar y dormitorio para los tres, percibiendo incluso por debajo de la puerta cómo los otros vecinos, auténticos pordioseros disponían de algo, aunque sólo fuera una miseria para celebrar aquella noche y yo ni siquiera tenía el consuelo de la luz para sentarme en la mecedora, la única herencia que nos dejó mi abuela Dolores, y leer, y oír sus cánticos navideños, percibir su alegría y odiarlos por ello. Seguramente, fue entonces cuando comencé a ser consciente de mi odio hacia los demás, que creo que se basa en esta sensación de diferencia que, con el tiempo, no ha hecho sino acrecentarse.

     Porque yo, en el fondo, sigo siendo el mismo, no me he movido interiormente siquiera un centímetro, desde aquella Navidad en la que pasé toda la noche esperando a mi padre, a ver si me traía algo para cenar y no vino.

     Desde entonces, siempre he estado, aún estoy esperando que alguien venga con algo, con todo a lo que yo creo que tengo derecho. Y no ha venido nadie. Y ya sé definitivamente que nadie va a venir.

     No sé lo que les ha ocurrido a todos los demás, ellos parecen tan felices, pero toda mi vida ha sido la espera de algo que no ha sucedido.

     Tal vez, yo haya esperado demasiado de una existencia que, en todo caso, es miserable, porque ahora tengo argumentos suficientes para demostrar que también han sido miserables las vidas de los otros.

     Porque yo sigo llevando aquellos calcetines rotos. Pero me diferencio de los demás en que lo sé. Y la inmensa mayoría no lo sabe, muere sin saberlo.

     Es importante saber lo que uno tiene roto, porque sólo así se consigue alcanzar el sentido del mundo. Cada una de nuestras vidas tiene su pequeño secreto, ése precisamente que la hace distinta. Cada uno de nosotros tiene una función, un destino, que, en el fondo, no es ni peor ni mejor que la función o el destino de los demás. Es una pena que sólo unos pocos consigan comprenderlo. Pero Rilke ya nos lo dijo, cada vida es vivida, cada vida, aún la más insignificante en su apariencia, tiene su principio y su fin, incluso la de ese mendigo que pide en la esquina, quizá su destino sea mejor que el nuestro porque ha asimilado más conscientemente qué parte de su vida se ha roto y esté haciendo todo lo posible desde esa torpe esquina por subsanarla.

     También yo he quemado mi vida intentando zurcir  mis calcetines.

     Confieso que intenté hacerlo de otra manera pero fue imposible, tal vez sea imposible para todos vivir decentemente. Quizá ninguno de nosotros lo merezca. En ciertas cosas es imposible, en este mundo, dar un sólo paso, si dices la verdad, te tomarían por loco y acabarían encerrándote. Ni siquiera en las ficciones artísticas es posible decir la verdad, la gente se ofendería y no la aceptaría.

     De modo que la mentira lo ha invadido todo  de tal manera que no somos capaces de verla no ya fuera de nosotros sino en nuestro interior.

     Nada de lo que nos rodea es verdad. No ya moralmente sino incluso desde el punto de vista físico. No es ya que no sea cierto que Dios, si existe, sea como  nos dicen, no es ya que nadie tenga piedad de nosotros, no es ya que nadie nos gobierne para bien, no es ya que todos sólo busquemos lo contrario de lo que decimos, no es ya que nadie sea capaz de hacer algo desinteresadamente, no es ya que ningún juez se haya preocupado nunca de hacer justicia, ni el médico de otra cosa que de ganar dinero, ni el sacerdote más que de engañar a los demás para que le permitan seguir viviendo a la sopa boba, no es ya que el militar sea, en el fondo, el más cobarde  puesto que mata con todo a su favor, no, no es ya tan sólo todo esto sino que ni siquiera el mundo físico es tal como nos lo presentan, sólo nos dejan ver lo que a ellos les conviene.

     No, no, no es cierto que el día sea lo que sigue al amanecer, eso que inevitablemente precede a la noche, no, no es cierto que la luz sea la luz sino una descomposición de la oscuridad, o al revés, que yo tampoco lo sé, porque no me han dejado averiguarlo, al llenarme la cabeza con todas estas falsas ideas. No es cierto que el tiempo sea como ellos dicen, ni que se mida con los relojes, como tampoco es así el espacio, eso que ellos miden por kilómetros. Un minuto no es nada o representa, a veces, una eternidad y, en cuanto, a un metro puede ser una distancia insalvable.

     Entonces, ¿cómo puede alguien venir a decirme lo que debo hacer? Nadie es capaz de poseer autoridad en un mundo así. Ni siquiera yo la tengo frente a mí mismo porque no pienso siempre de la misma manera.

     Pero ellos han tratado de hacerlo y, la mayor parte de las veces, lo han conseguido. Es casi imposible que alguien pueda escapar a esa red que ellos han tejido sobre el mundo. Sólo es posible hacerlo a través de la locura y éste es un precio demasiado alto que muy pocos estamos dispuestos a satisfacer. Porque no es cómodo vivir fuera de ese mundo tan confortable que ellos han forjado como una trampa, en la que tan fácil y tan agradable es dejarse atrapar. Porque no es sólo que, si lo haces, puedes fácilmente escapar de ti mismo sino que también consigues huir de los otros, te basta con sentarte delante del televisor y alguien te dirá no sólo cómo es el mundo sino lo que tienes que hacer para permanecer en él confortablemente.

     Y, si lo aceptas, si te acomodas definitivamente en esa butaca, no volverás nunca a sentir la inquietud de preocuparte por esa oscura fuerza que te trajo a este mundo. Te bastará con ver en la pantalla el destino de otros y olvidarás el tuyo. Toda tu vida se reducirá a trabajar lo necesario para tener la posibilidad de sentarte ante el televisor, que habrá sustituido a tu propia vida. No volverás nunca a sentir inquietud. Te olvidarás de todo incluso de ti mismo.

     De modo que, poco a poco, he ido zurciendo mis calcetines y ahora nadie podría descubrir por donde estaban rotos. Me ha costado mucho, quizás demasiado, porque yo también he tenido que aceptar un mundo así, en el que nada es lo que parece, en el que los jueces negocian con los asesinos el precio de cada vida inocente.

Y, entonces, un día, vino el panadero francés, borracho, como siempre y ella lo enceló y lo lanzó contra mí y él me cogió de las solapas y me golpeó con su cabeza dura y ancha como un martillo pilón mi pequeña y delgada cabeza de pobre estudiante mal alimentado y comencé a sangrar no sólo por la nariz sino también por los oídos, por los dos a la vez, seguramente algo, o todo, se me había roto por allí, dentro de mi  escuálida cabeza, pero no sentí miedo ni siquiera rabia pero tampoco piedad ni compasión por aquella mujer que me utilizaba como instrumento para despertar los celos de aquel hombre y castigarlo así ni tampoco por aquella mala bestia que entraba tan ciegamente al trapo porque era inconcebible que un chiquillo como entonces era yo pudiera enredarse con una mujer como era aquélla, tan sucia y miserable, tan poco atractiva, que era capaz de convivir con un tipo como él simplemente para tener un poco que comer ella y sus hijos. De los que sí sentí pena fue de éstos, del chico y de la chica, que me miraban con odio a mí, que no tenía nada que ver en aquella diabólica comedia que representaban sus padres. Como también sentí una rabia tremenda  en el hospital, cuando los médicos cuidaron mi agresión como si yo no fuera un ser humano sino una especie de cosa, de mercancía o todo lo más uno de esos animales que alguien les entrega para que practiquen y, luego, en la Comisaría, cuando el inspector de guardia me preguntó fríamente si era verdad que yo me acostaba con la mujer del panadero francés, si hubiera sido capaz, si hubiera tenido la fuerza suficiente para hacerlo, le hubiera agredido. De modo que me pusieron en la puta calle con la nariz y los oídos taponados con algodón y yo me dirigí a mi casa y me acosté allí, en mi pequeño catre, sobre mi jergón, después de soportar que las clientes de Lolita, la modista, se rieran de mí, por mis ojos morados y lamentable aspecto. Allí, en el catre, sobre el jergón, yo también comencé a reírme de mí, porque era digno de toda aquella risa que el mundo entero echaba sobre mí, porque no tenía cojones suficientes para enfrentarme a todos ellos, a los de arriba y a los de abajo, a los de la derecha y a los de la izquierda, a los pobres y a los ricos, a los hombres y a las mujeres, a los ancianos y a los niños,  a los rojos y a los azules, a toda aquella sociedad, a todo aquel engranaje tan bien montado, que lo había organizado todo de tal modo que yo tenía que acudir a la universidad con una miserable beca que sólo me permitía vivir realquilado allí junto a aquellas bestias de los franceses, al propio tiempo que a ellos también les obligaba a alquilarme a mí una habitación para poder así completar lo que les faltaba para el alquiler y que creaba las condiciones objetivas, necesarias para que, además, ellos y yo actuáramos siempre como enemigos, mientras que los establecidos se reservaban el papel impoluto de la beneficencia, aquel maldito médico curándome y aquel cerdo de policía interrogándome, el primero sin ninguna curiosidad y el segundo con toda la del mundo, el primero como frígido representante de la ciencia, el segundo como el cotilla convencido de la irremisible degradación humana, sólo porque él estaba ya degradado  y hasta qué límites. Pero ¿cómo puede un chiquillo de 17 años revolverse contra todo aquello, adónde puede ir, quién le va a ayudar, quién le va a proporcionar los medios necesarios para combatir aquel estado de cosas, cómo puede combatirse eficazmente contra esa inmensa pirámide en cuyo fondo estamos y  que nos aplasta con una estructura que es, en realidad, absolutamente inatacable? Y la respuesta estaba allí, colgada con dos pinzas, en la pared del quiosco. “Convocadas 200 plazas para la Policía Armada”. Fui a ellas y saqué una plaza y me destinaron adonde nadie que no acabara de entrar en el Cuerpo quería a ir. A las duras, heladas y sangrientas tierras del Norte,  donde las Brigadas Rojas Antifascistas pegaban  más fuerte.

Allí, todo fue muy bien hasta que comencé a participar en aquellos célebres interrogatorios, entonces, me di cuenta de que el círculo, ese círculo infernal que nos aprieta el cuello como el mejor dogal, lo cerraba yo, un simple guardia, un número de la policía, el último mono en la escala, que tenía que contemplar,  aterrado, como mis compañeros le metían la cabeza debajo del agua, previamente excrementada, para que confesara sus crímenes, a un hombre que sólo era un sospechoso, hasta que, de pronto, aquel hombre, que debía tener un fallo importante en su aparato circulatorio, no lo resistió más y murió.

-Pero eso no es motivo suficiente para darle uno la vuelta a su conciencia como a una tortilla. Cuatro desalmados son cuatro desalmados, estén donde estén.

-No éramos cuatro desalmados, éramos mil y pico en aquel maldito cuartel y no había una sola excepción. Todos pensaban que las torturas que les infligíamos a los detenidos no sólo eran necesarias para averiguar la verdad, sino absolutamente justas....

-Porque os habían lavado el cerebro. Hoy, hay técnicas infalibles para ello, viviendo y trabajando, aislados,  como lo hacíais vosotros y convenientemente adoctrinados durante años y años, oyendo todos los días , a todas horas, lo mismo, la peor de las mentiras se transforma en la verdad.

Pero él continuó como si yo no le hubiera interrumpido:

-....Pero yo estaba loco. Así lo diagnosticó el siquiatra del cuartel. Por eso, a cada nueva teórica que nos daba por la mañana el capitán, yo me convencía, cada día, cada hora, de que la verdad era la que propugnaban los otros, el enemigo, los terroristas: nosotros éramos los esbirros, los cipayos de un Estado asesino que no era tan sólo que practicara el crimen sistemático y la cotidiana opresión sino que era en sí mismo el crimen y la opresión.

-Una idea tan maximalista como la que sostenían los mandos del cuartel.

-La vida es maximalista. O vives o mueres. O estás con los asesinos o estás con las víctimas. No vale retirarse a un rincón, cerrar los ojos y taparse los oídos y decirse “yo voy a limitarme a vivir, a simplemente respirar y vegetar como si fuera una planta, como si nada de todo lo que sucede a mi alrededor tuviera que ver conmigo”. Porque la opresión es total, tan grande que te perseguirá hasta allí, el último rincón y te aplastará contra la pared. Y tendrías que estar ciego completamente para no ver cómo te explotan. Apenas si te dan para que malamente sobrevivas y, a cambio, te lo exigen todo. Una mañana, en la que ni siquiera has podido desayunar porque hace ya varios días que se agotó el sueldo, te ponen una pistola en una mano y una porra en la otra y te dicen: “sal ahí fuera, golpea y dispara a todo lo que se te cruce por delante, sea hombre o mujer, viejo o niño, todos ellos son culpables de vivir en un país como éste, cuya sociedad civil tolera el terrorismo”. Y sales y golpeas y disparas contra gente que ni siquiera conoces, que no sabes quién es, qué piensa ni qué quiere. Y te importa muy poco lo que dicen, cómo te miran, cómo sangran, cómo caen bajo el peso de tus disparos y de tus golpes. Tú eres inocente porque no sabes lo que haces, a quién lo haces ni por qué. ¿Puede darse una mayor inocencia? La tuya es una actividad meramente técnica como la del obrero que, en la fabrica, maneja una máquina. Pero lo malo es que tú no eres una máquina ni siquiera un animal, tu constitución interna se ha acostumbrado a base de miles de generaciones a preguntarte el porqué de todo lo que haces. Y, un día, ante la mirada atónita de esa mujer a la que tú ni siquiera conoces pero a la que acabas de abrir la cabeza con tu porra, te preguntas por qué. Y o encuentras una buena excusa, una de esas mentiras perfectas que todo lo encubren para siempre o estás perdido porque el suelo comenzará a abrirse, bajo tus botas. O haces de esa mujer con la cabeza abierta que te mira asombrada la más perversa de los agentes comunistas, una especie de puta revolucionaria, hermana de Rosa Luxemburgo o de Pasionaria, que quiere destruir la hermosa sociedad, la armónica sociedad en la que todos vivimos tan honrada y decentemente, sólo porque ésta no ha tenido más remedio que expulsarla, que desterrarla de sí por sus muchos e imperdonables pecados, por gritar a los cuatro vientos blasfemias tales como ésa de “hijos, sí, maridos, no”, o piensas que aquella pobre carne machacada por tu porra no es sino una víctima casi tan inocente como tú, que si no llega a tu total y absoluta inocencia es porque no tiene la dicha de vivir en un cuartel, como tú lo haces. Si ella escuchara, cada domingo, las homilías del capellán castrense y las clases teóricas diarias del capitán de tu compañía, a no ser que fuera uno de esos genios malignos de la rebeldía y de la ingratitud, una Rosa  Luxemburgo o una Pasionaria, pensaría contigo que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que debemos  hacer todo, absolutamente todo lo que podamos, incluso golpear, torturar, disparar y matar, para que todo siga como está, como es, porque éste, ya lo han demostrado todos los filósofos liberalcapitalistas, es el mejor de todos los mundos posibles porque de ello se encarga infaliblemente la larga y todo poderosa mano del mercado.

-Todo eso no es más que literatura.

-Es que todo, en este mundo, es literatura. Porque todo está descrito por medio de palabras, o sea, de letras. Usted está aquí, delante de mí, porque es un abogado, un conjunto de letras que significan que usted es una especie de samaritano que va a velar, sobre todo, porque a mí se me aplique correctamente la ley, que no es sino otro conjunto de letras que significa la norma que el pueblo se ha dado a sí mismo, a través de sus representantes electos, para asegurar la libre y pacífica convivencia, que no es sino otro conjunto de letras que significa el modo pacífico y ordenado que todos tenemos de integrarnos en una especie de cuerpo común que constituye la sociedad, que no es sino otro conjunto de letras que significan esa especie de estructura que entre todos hemos constituídos para vivir mejor ayudándonos los unos a los otros. Y así, hasta el infinito. Palabras, palabras, palabras, decía Hamlet, letras, letras, letras, digo yo, literatura. Lo que ocurre es que todas estas letras, todas estas palabras no son sino los árboles que nos impiden ver el bosque. Ese conjunto de letras que constituye la palabra abogado no son sino el árbol, por ejemplo, que, con sus ramas me impediría ver el bosque si yo no estuviera lo suficientemente alertado contra esas ramas y contra ese árbol. Usted no es mi abogado sino “su” abogado, el suyo, el de ellos, el de la sociedad, el del Estado, que lo ha creado, lo ha formado, lo ha preparado para que, ahora, esté ahí, a ese otro lado de la mesa, tratando de convencerme a mí de que sólo está tratando de ayudarme a mí, precisamente a mí. Es incluso grotesco, pero servirá para que usted y yo nos entendamos mejor. Usted no me defiende a mí, si lo hiciera haría lo mismo que yo, trataría, en la medida de sus fuerzas de dinamitar esta estructura que nos ha sentado, a los dos, a usted y a mí, a uno y otro lado de esta mesa. Lo que ocurre es que las técnicas sociales de formación y degradación, por muy elaboradas que estén, como humanas, no son perfectas. Usted y yo estamos lo suficientemente preparados, hemos leído el número de libros suficiente para aprender a pensar por nosotros mismos, somos capaces de juntar las letras con plena independencia de cómo ellos quieren, hacemos nuestra propia literatura. O, por lo menos, podemos hacerla. Yo, por lo menos, la hago. Usted, no sé. Porque, para hacer la propia literatura hay que tener cojones. O estar completamente loco, como dijo aquel siquiatra de mí, en el cuartel.

Hizo una pausa y me miró expectante para que yo dijera algo:

-Siga, por favor, la cosa se están poniendo muy interesante.

-Usted necesitaría tener muchos cojones, demasiados cojones diría yo, para hacer lo que debía de hacer.

-¿Qué, traer una lima para que cortara los barrotes y escapara?

-No. Yo soy más útil a la sociedad a la que teóricamente usted y yo servimos aquí, dentro, que en la calle. En la calle yo ya he hecho todo lo que tenía que hacer. Ahora, el turno es suyo. Usted es mi abogado, defiéndame, pero no sólo como ellos quieren actuando lo mejor posible en el manejo de “sus” leyes sino ayudándome a conseguir lo que yo realmente pretendo. Mi ciclo activo se ha acabado. Yo ya sólo soy un cadáver. Cuando apreté el gatillo de la pistola que mató a Jonás y Saliente yo disparaba también contra mí mismo. Los dos morimos en aquel mismo instante. Esto es lo que demuestra hasta qué punto están intoxicados todos lo que forman parte de esa sociedad que usted y todos los demás defienden. Todos los periódicos se  han hecho eco recientemente del diario de esa terrorista que el otro día capturaron las fuerzas de seguridad. En él, ella describe minuciosamente nuestro modo de vida. La propaganda antiterrorista no se cansa de machacar diciendo que no somos sino una banda de criminales que actúa sólo por motivos económicos. Matamos, secuestramos, extorsionamos para vivir como reyes. Pues, bien, el ánimo sensacionalista de estos diarios ha tirado esa teoría por los suelos. Nosotros, los terroristas, apenas si tenemos para comer, pasamos frío y hambre, malvivimos en pisos amueblados en los suburbios de las ciudades, el poco dinero que sacamos lo empleamos en armas y municiones que tan poco son muchas, hasta el punto de que nos pasamos las pistolas unos a otros para realizar nuestras acciones. Vivimos como monjes, como anacoretas, en la mayor pobreza y apartados, quizá para siempre, de la sociedad. Y nadie se pregunta por qué. -Yo sí se lo pregunto: ¿por qué? Supongamos que su razonamiento fuera correcto, que usted tuviera razón y éste nuestro fuera un mundo absolutamente corrupto, opresor y reprobable que no mereciera otra cosa que su destrucción. ¿Tan iluminados están ustedes para creer que  cuatro gatos, un cero coma cero, cero, cero, cero, cero, etcétera, cero por cien, van a acabar con una sociedad, con unas estructuras sociales universales que han tardado miles de años en constituirse? Si de verdad lo creen así, están ustedes locos de remate y su problema no es político sino de simple salud mental.

-Algo locos sí que estamos todos los que nos hallamos en esto. Eso es lo que apuntaba yo antes. Cómo no han comprendido ustedes, qué ciegos tienen que estar, que no hay otra razón que la locura para que nosotros abandonemos a nuestras mujeres y a nuestros hijos, a nuestros padres y a nuestras madres y emprendamos la más dura de todas las vidas, la de la persecución, la captura y la muerte. Ahí, tiene usted a ese grupo de suicidas del Movimiento de Liberación Tupac Amaru, que ha ocupado la embajada japonesa en Perú. Todos ellos estaban libres, todo lo libre que se puede estar en un país como el Perú actual, claro, en sus casas, con sus mujeres, sus madres, sus padres y sus hijos, y lo han dejado todo para encerrarse en esa formidable ratonera de la que no saldrán nunca vivos. No cabe la menor duda de que, desde el punto de vista corriente, del ciudadano de la calle, están locos, se necesita estar loco para dar todo lo que uno tiene por poco que sea, la propia vida, la pobre y pequeña libertad que uno tiene en un sitio como el Perú actual, la pobre y triste libertad de morirse de hambre tirado en la puta calle, a cambio de meterse allí, en esa embajada, a esperar la muerte, porque no se puede esperar sino la muerte de los militares sudamericanos cuando uno no sólo no hace lo que ellos quieren sino que incluso se atreve a plantarles cara exigiéndoles la libertad de los compañeros que sufren las torturas más inhumanas en sus cárceles. Los del Tupac Amaru no tienen otra salida que la muerte y ellos lo saben,  y no sólo lo saben ahora que se han topado con la actitud de los militares que gobiernan en Perú, una gente que no puede admitir la derrota que supondría ceder a las peticiones de los guerrilleros puesto que ello supondría, tal vez, la total insurrección del pueblo al que tiranizan, sino que lo sabían también antes de ocupar la embajada. ¿Son, pues, unos suicidas? No, hacen lo que tenían que hacer. No podían mirar hacia otro lado. No podían hacer como que no sabían lo que estaban sufriendo sus compañeros en las cárceles y todo el pueblo peruano bajo la dictadura de ese sátrapa mestizo de peruano y japonés que gobierna después de haber dado un golpe militar contra sí mismo. Y usted me dirá que a ese dictador mestizo lo eligieron libremente los ciudadanos. Es por eso que nosotros no creemos en las elecciones. Nosotros pensamos respecto a ellas lo mismo que nuestros enemigos. A las elecciones hay que ir como a un mal menor y por si de ellas sacamos algo. Pero todo el mundo sabe y admite que, para ganar unas elecciones, hay que invertir en ello mucho dinero y eso sólo puede hacerlo quien lo tiene. Pero, volviendo a los Tupamaros, ellos hicieron lo que no tenían más remedio que hacer: dar un golpe en la conciencia de todo el mundo, especialmente en la de sus conciudadanos, que todos supieran quién es Fujimori y lo que está haciendo porque, de vez en cuando, el pueblo unido consigue cosas tan espectaculares como que se derrumbe el muro de Berlín o se hunda el Imperio romano. Algo parecido es lo que usted debería hacer si realmente fuera “mi” abogado y no “el de ellos”.

-¿Qué es lo que yo debería hacer?

-Que sonara hasta límites intolerables la caja de resonancia que le han puesto en la mano. Haga que todo lo que yo diga, que todo lo que yo haga salga puntualmente en la prensa.

-Suponiendo que yo aceptara cumplir con ese papel que, desde luego, no es el de un abogado, no me lo dejarían hacer. La apología del terrorismo es un delito en este país, puntualmente recogido en el Código penal.

-Ya lo sé, como también es un delito, puntualmente recogido en el Código penal lo que yo he hecho y, sin embargo, lo hice, simplemente porque lo tenía que hacer. Si usted es mi abogado tiene que hacerlo, porque ésa es la única manera de defenderme a mí realmente. Si no, sólo será el abogado de ellos, porque será sus intereses los que defenderá.

De repente, calló y comenzó a andar, como un león enjaulado por la celda, hasta que, pasados unos minutos, se detuvo y dijo:

-De modo que me declararon oficialmente loco y me echaron del cuerpo con una miseria de pensión que, desde luego, no me daba ni para comer, de modo que tuve que empezar una especie de noviciado consistente en mezclarme en todas las revueltas callejeras a cara descubierta y sufrir una y otra vez todas las detenciones y estancias más o menos prolongadas en aquella infectas cárceles, hasta que ellos, los militantes de base de las Bra, no tuvieron más remedio que preguntarme por qué yo, que no era de allí, que no tenía nada en común con ellos,  actuaba así y yo se lo conté todo y ellos, incomprensiblemente, lo aceptaron, porque yo podía ser un topo, continuar siendo un policía no fichado, un infiltrado. Pero no lo era y ellos lo supieron desde el principio. Y empezaron a encargarme pequeñas actividades como la de  seguir a un propietario, a un juez o a un policía e informar de ello, recibiendo los encargos y transmitiendo los informes con el mayor anonimato, de tal modo que yo nunca sabía quién me encargaba la tarea y quién recogía mis informes puesto que los recibía por correo sin remite y los dejaba en los lugares, cada día distintos en los que me ordenaban por teléfono que los depositara. Y mi trabajo debió de parecerles serio, concienzudo y fiable puesto que los encargos fueron ascendiendo en una escala, cada vez, de mayor compromiso hasta que, un día, recibí la orden de pegarle un tiro al último policía al que había seguido. El arma y la munición aparecieron una noche en un inocente paquete sobre mi cama. Cumplí el mandato sin ningún remordimiento pero también sin rencor. Aquel pobre hombre que cayó fulminado cuando le disparé en la nuca tenía mujer e hijos, padres y hermanos, que lloraron su muerte y me maldijeron y que increparon muy duramente a las autoridades porque no fueron capaces de detenerme. Me hubiera gustado poder hablar un rato con ellos y explicarles que la muerte es nuestro destino inevitable y que da igual morir antes o después, que incluso en la mayoría de los casos es mejor hacerlo cuanto antes porque se sufre menos dolor, menos angustia, menos insultos, menos escarnios, menos opresión, que el tiempo no es nada, no existe, que sólo es un concepto, que, en realidad, no existe nada ni nosotros mismos, que sólo somos el sueño o el pensamiento de un cerebro enfermo que no tiene cosa mejor que hacer y que, un día, nos sueña  o piensa vivos y, otro, muertos y que ello no implica ninguna diferencia ni en él ni en nosotros, que así como yo paso todo el día deseando que alguno de sus esbirros me mate y acabe, de una puñetera vez,  todo esto, él debería agradecerme que yo le haya aligerado el penoso  y dilatado tránsito puesto que, ahora, Dios, si existe, lo tendrá indefectiblemente en su seno y, si no existe, todavía mejor porque gozará por fin y para siempre de la paz inmensa de la nada, de esa inexistencia  que, por definición, es incapaz de sentir y por ende sufrir. Nos quedan sólo los familiares y los amigos, y a ellos quiero decirles que deben ser generosos con el que tanto querían porque ya está en otro mundo  mejor adonde, por otra parte, no tenía más remedio que ir algún día. ¿Qué más da que haya ido un poco antes si lo ha hecho mejor? Porque es mejor dar el portazo brevemente, en un abrir y cerrar de ojos, sin sentir apenas otra cosa que un golpe indoloro en la cabeza que sólo produce el más total de los aturdimientos, que estar aquí, días y días, sufriendo todas estas inconveniencias no sólo físicas, como el calor y el frío, el desamor o la insolencia, sino también el oprobio inhumano de la explotación por esa jauría que cada día nos muerde las entrañas como a Prometeo.

En todo caso, su marcha será productiva. Nos acercará un poco más al ansiado fin,  a ese momento en que universalmente se reconozca que todo esta mal hecho y que debemos empezar otra vez la construcción de una nueva sociedad en la que todo sea más justo, en la que la explotación del hombre por el hombre no se disfrace de inevitable.

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