Despuntan las estrellas mientras cae el telón del día. Comienzo a mecerme en el vaivén lento y torpe del cansancio acumulado, de las horas no dormidas, de las tensiones agarradas a mis huesos.
Descompasada acierto a peinar tu cabello, conversando acerca del mundo de fantasía alegre en el que habitas. Entonces alzas tus manos suaves hacía mí para sostener mi rostro y tu mirada menuda me entrega todo el amor que me ha faltado hoy. Puedo sentir como todo se detiene por instantes para sanarnos mutuamente de la distancia, las prisas, los imprevistos y la carga inevitable de los días. Recibo esos momentos como un regalo que desenvuelvo con delicadeza, con ojos grandes, viviendo con atención el momento.
Y ahí, justo ahí, agradezco que sigamos respetando nuestros instintos. Que sigamos aguardando al sueño abrazadas. Que siga fluyendo mi leche para besarte tibia por dentro, para entregarme el olor a mandarina y canela que desprende nuestro amor.
Cuido con mimo este puente que tendemos desde lo profundo, con consciencia y naturalidad. Cuido avanzar por él con la mente barrida y los huesos blandos. Cuido el estrechar tu cuerpo a mi costado, oler tus cabellos y besar tu frente hasta que el sueño te abraza. A veces, te susurro mi amor para que mis palabras te mezan.
Sé que la intimidad y el roce conyugal recobrarán su color más adelante, que esos encuentros pueden permanecer latentes un poco más. Porque ahora, en esta etapa de vida, asumo que ambas precisamos de la noche para nadar hacia atrás y resarcirnos.
Siento que aún nos aguardan muchas lunas dulces antes de que ese olor a mandarina me sorprenda desde otro lugar de nuestro hogar.
Sé que aún queda mucha leche cuajada de estrellas por recorrernos antes de que el lago blanco aguarde en la calma secana de mis pechos.
Sé que nos quedan muchos sueños por compartir, hija mía. Y que estaremos muy juntas para bañarnos en ellos hasta que el sol de otoño nos descubra.
Las 3 edades, de Klimt