Desde que bajamos de los árboles e inventamos las primeras ciudades, ha sido la calle el recipiente donde hemos vertido lo que hierve en nuestras mentes, hemos creado un universo paralelo y recurrente al que es imprescindible viajar con reiteración y sin excusas para dar con el pálpito real de las cosas. Poco a poco hemos ido haciendo más complejo este cosmos, llenándolo de normas, prohibiciones, derechos, etc. para que la cohabitación con nuestros semejantes fuera posible. Con el tiempo, el discurso se ha sofisticado hasta llegar a la simplificación de conceptos encerrados en signos que son de obligado aprendizaje y cumplimiento.
Paralelamente, se ha ido formando una conciencia reaccionaria [molécula mutante] que se ha cuestionado la conveniencia de alambrar nuestra presencia en la vía pública. Parece que, saciados de información como estamos hoy, es difícil singularizar entre tanto exceso, desembrollar la ingente cantidad de mensajes que nos acorralan mientras pateamos la acera.
Por suerte, sobre la iconografía ‘oficial’ prospera adecuadamente eso que categorizamos como arte callejero, street art, graffiti… Que, en realidad, es tan viejo como el propio concepto de ciudad, o aun anterior, aunque algunos piensen que es un invento anglosajón de finales del siglo XX. No obstante, justo es reconocer que, como tantas otras cosas, la reinvención y propagación de este fenómeno tiene mucho que ver con la realidad social y política de los años 60 en Estados Unidos.
Encubiertos por la ventaja que se le supone al anonimato, sus autores muestran un desarraigo natural con el sistema, de ahí ese carácter transgresor, que invita a la conspiración, a la desobediencia, al grito, a pasarse al otro lado, en resumen. El mensaje, pues, prevalece por encima del mensajero. Es un arte crudo, gamberro, que por su condición de maldito resulta atrayente, incluso, para los urbanitas más amansados que navegan por la vida empachados de un bienestar malsano, cómodamente instalados en el estereotipo, en el destello del impacto. Esta secesión entre ambos puntos de vista ha ubicado a este lenguaje en la categoría de fondo reservado —ilegal pero necesario— de nuestra conciencia. Pobres de nosotros el día que creamos haber comprendido y justificado el territorio entero de nuestro cerebro.
No hay, pues, asepsia posible ante el encontronazo con una pintada. El predicamento suele ser de naturaleza meramente artística, el arte por el arte, pintar como excusa, sin embargo, se encuentran con bastante frecuencia intervenciones que tienen que ver con lo social, la política, la economía, la religión, lo filosófico… Digamos que puede funcionar como termómetro metropolitano, como herramienta de reconocimiento de una colectividad que intenta crear sus propios puntos de referencia desertando sin extravío de cualquier posicionamiento establecido.
Una cuestión muy importante es el lugar escogido para la acción. Gran parte del espíritu de inconveniencia política que le aplicamos al arte callejero arranca, precisamente, de la elección de contextos apartados de la multitud, abandonados por el tránsito normal de las gentes. Casas deshabitadas, solares en ruinas, naves industriales desahuciadas… Es decir, el perímetro de nuestro adorado confort.
Es por eso que al calor del éxito y el progresivo desarrollo que ha tenido esta cultura, ha habido numerosas tentativas, más de una frustrada creo yo, de aprovechar el filón. Las galerías de arte han intentado encajonar en sus espacios expositivos este tipo de intervenciones y amoldarlas a su modelo de negocio. También algún poder político local, con el perverso pretexto de amparar la pujanza de este movimiento, ha habilitando emplazamientos o, mejor dicho, marcado el terreno que se debe pisar para este tipo de actuaciones. Incluso algún pequeño comercio, con la finalidad de mimetizarse con el entorno, ha claudicado a una estética callejera con la que puede no estar de acuerdo, pero, a modo de pseudo impuesto revolucionario, evita que su establecimiento sirva de soporte al vandalismo del spray.
Más allá de una crítica lineal, creo que el graffiti, incluso el menos beligerante, no debería flirtear con tanta alegría con estas conductas tan complacientes, se corre el peligro de perder frescura, espontaneidad, vigor. Hoy todo vale, claro. No estamos negando la expansión, la experimentación, sería un suicidio, pero desearíamos que cualquier incursión por estos derroteros no abandonara la periferia, que fueran simples juegos de galantería. Así es como yo lo prefiero, que la cosa funcione más como libro de cabecera que como libro de estantería.
Referenciashttp://www.vakawapa.esGRAFITISTAGSarte calle callejero grafiti graffiti pintura mensaje street art sociedad