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Había pasado poco más de una semana desde que Samuel llevara a Julia a su apartamento. Las heridas de ésta cicatrizaban a buen ritmo, pero la falta de pericia de Samuel le iba a costar unas buenas cicatrices a la doctora Murillo. Julia empezaba a sentirse como un animal enjaulado, no había abandonado la vivienda por miedo a que sus perseguidores se hallaran cerca y empezaba a experimentar el agobio de la inactividad. Samuel hacía lo posible por amenizar la estancia de la doctora, pero el paso del tiempo estaba provocando roces cada vez más frecuentes entre ambos. Se encontraban en un punto muerto, paralizados por la falta de información y por el miedo a dar un paso en falso.
Aquella mañana, Julia se había propuesto pasar al ataque y presentar batalla. Estaba en la cocina untando distraídamente una tostada cubierta de tomate en su café con leche. Llevaba puesto un primaveral vestido con flores estampadas que contrastaba graciosamente con sus queridas deportivas Nike, única posesión que conservaba de una vida que se antojaba muy lejana. En un intento por cambiar su aspecto, Samuel le había propuesto que se tiñera el pelo, pero Julia se había cerrado en banda a la idea, le encantaba su cabello negro y no iba a permitir que también le arrebataran eso. Samuel, conocedor de la terquedad femenina, había suspirado y ambos se habían contentado con tratar de cortarle el pelo y cambiar su look. La peluquería no resultó ser el punto fuerte de Samuel que, entre puyas y risas, llenó de trasquilones y mechones más largos que otros la cuidada melena de Julia. El resultado, pese a todos los fallos, no había alterado la belleza natural de la doctora y ahora, mordisqueando su tostada, parecía ir a la moda con su flequillo en zigzag.
Se escuchó el sonido de la puerta y el tintineo de las llaves, Samuel había regresado. El fotógrafo entró en la cocina y saludó a Julia con un gesto de la cabeza, llevaba los últimos días controlándose con la bebida y eso le hacía estar de mal humor y pagarlo con su improvisada compañera de piso. Puso una bolsa en la mesa y se quedó de pie, expectante.
—¿Está limpio? —preguntó la doctora mientras examinaba el contenido de la bolsa.
—No lo sé, yo no entiendo de puertos, de proxys, de cookies ni de placas base. Mi amigo me ha dicho que es seguro, no puedo darte más.
Julia sacó de la bolsa el ordenador portátil y lo observó con respeto. Le había dado vueltas a la idea en los últimos días, puede que alguien del proyecto se encontrara en la misma situación que ella, puede que consiguiera ayuda. Pasó la mano por la carcasa, sumida en sus pensamientos.
—¿Y ahora qué? —interrumpió Samuel.
—Tengo que pensarlo.
—¿Pensarlo? Mira, Julia, esto es muy difícil para mí. No entiendo en qué estabais metidos mi hermano y tú, no me explicas nada y, a cada minuto, parece que vaya a entrar un tío armado por la puerta —dijo Samuel perdiendo los nervios.
—Sé que no es fácil… intento protegerte.
—Es un poco tarde para eso.
Julia se mordió el labio y miró a Samuel, parecía alterado, no podía culparlo.
—El proyecto Artemisa… —se detuvo un momento pensando en lo que iba a decir— todavía no sé si puedo confiar en ti.
Esa fue la gota que colmó el vaso, Samuel se dejó llevar por la impotencia y empezó a hablar más alto de lo normal.
—No confías en mí, pero vives en mi casa. No confías, pero no te importa que haga todos tus recados por raros que parezcan. No confías y te vistes con la ropa de Bea…
No pudo seguir, se quedó embobado mirando el vestido que Julia llevaba y sintió como las lágrimas luchaban por llegar a sus ojos. La doctora se levantó y trató de decir algo, pero el brillo en la mirada de Samuel hizo que se quedara en silencio. El fotógrafo dio media vuelta, salió de la cocina y se encerró en el salón dando un portazo. La casa se sumió en un tenso silencio y Julia volvió a sentarse con un gran sentimiento de culpabilidad golpeándole en el pecho. No podía culpar a Samuel, tenía todo el derecho del mundo a enfadarse con ella.
La doctora dedicó unos minutos a serenarse, estar sola era el precio a pagar por formar parte del proyecto, lo había sabido siempre. Únicamente junto a Isaac pudo compartir su carga, sólo con él dejó de sentirse sola y, pese a ello, había acabado apartándolo de su vida para siempre. Sola, pensó, igual sola estaría mejor y no heriría a la gente que había a su alrededor. Se deshizo de la melancolía que pugnaba por adueñarse de sus pensamientos y se centró en el ordenador que tenía delante. Lo encendió mientras terminaba de beber el café que ya se había enfriado y esperó a que se mostrara el menú principal. Los iconos aparecieron, Julia se metió en internet y navegó hasta un curioso portal centrado en el análisis de divinidades mitológicas clásicas, allí pinchó en varios enlaces hasta que ante ella apareció un cuadro en el que introducir un usuario y una contraseña. No fue capaz de seguir, el miedo volvió a hacerse fuerte en ella. ¿Y si monitoreaban su señal? ¿Estaba la Asociación libre de toda sospecha? Las preguntas revoloteaban en su cabeza minando su seguridad. Desde el salón se escuchó el sonido de un vaso al romperse, Samuel debía haber abandonado la abstinencia y estaba reconciliándose con su gran amiga la ginebra. Julia pensó en lo duro que estaba siendo para el hermano de Isaac y se decidió a arriesgarse, se lo debía.
La doctora tecleó con destreza hasta que la pantalla cambió y mostró un nuevo menú presidido por un mapamundi completo en el que parpadeaban varios puntos. Fue pasando el cursor por varios de ellos leyendo cada vez con más angustia.
Amandine .D Grenoble Estado: Desaparecida.
Nicole .W Atlanta Estado: Baja.
Alessandro .B Roma Estado: Baja.
Friedrich .S Ginebra Estado: Desaparecido.
Siguió durante un buen rato repasando todas las células que el proyecto tenía repartidas por el mundo. No quedaba nadie, no podía contactar con ninguno de sus compañeros y no sabía hasta que punto “Desaparecido” podía significar muerto. En España había dos puntos iluminados, Julia los había dejado para el final, sabía lo que iba a leer. Pasó el cursor por el primero de los iconos.
Julia .M Salamanca Estado: Desaparecida.
Bueno, la Asociación la daba por perdida, tanto mejor, no sabía si podía confiar en ellos. Aún quedaba otra luz que examinar, pero hacerlo era como cerrar para siempre una puerta que, por ilógico que pudiera parecer, Julia mantenía entreabierta en su mente. Movió con lentitud el dedo por el panel táctil del ordenador.
Isaac .S Salamanca Estado: Baja.
¿Baja? Cómo se podía resumir tanto en una palabra así. Cómo hacer justicia al hombre que había sido Isaac, cómo recordar el amor que se habían tenido, la admiración, el deseo… Julia rompió a llorar sin dejar de leer una y otra vez las mismas palabras.
Isaac .S Salamanca Estado: Baja.
Era incapaz de controlarse y miraba la pantalla con los ojos húmedos y totalmente enrojecidos.
—Isaac… perdóname —murmuraba para sí misma.
Habían pasado quince minutos y Julia seguía atascada en la misma información. Se sentía perdida, este había sido su último cartucho. No sabía hacia dónde dirigirse, dónde buscar las pistas que el doctor Smithson pudiera haberle dejado. Estaba a punto de cerrar el ordenador cuando la pantalla parpadeó. Un segundo estaba en el portal principal del proyecto Artemisa y el segundo siguiente se encontraba en un foro de turismo en Salamanca, ¿qué estaba pasando? El foro en cuestión se centraba en las visitas a las azoteas de la Catedral, una atracción turística muy conocida. Julia fue leyendo los comentarios buscando algo que explicara la relación entre la Catedral e Isaac. Hubo uno que le llamó la atención inmediatamente, lo publicaba un tal “Hombre del chándal” y lo que decía resultaba tan absurdo para el resto de foreros como esclarecedor para Julia. El comentario decía: No sé por qué, pero me gusta.
Julia sonrió por primera vez en toda la mañana y estuvo a punto de soltar un grito de alegría. No sé por qué, pero me gusta… Isaac, pensó Julia, no dejarás de ser un tonto adorable.
Dos años antes…
Isaac y Julia bebían sendas cervezas en el interior de un acogedor bar. La cita la había propuesto Isaac después del primer mes conociendo a la doctora Murillo. Ambos eran los más destacados cerebros del recién iniciado proyecto Artemisa y, como tales, estaban trabajando codo con codo en la misma ciudad, Salamanca. Se habían compenetrado a la perfección, hasta tal punto que el interés de Isaac por su colega había trascendido lo meramente científico. Julia lo sabía, desde luego, pero no quería dar un paso en falso que la alejara del proyecto, así que había sido Isaac el que había propuesto la cita.
—Y por eso me he comportado así contigo, Julia —dijo el doctor antes de dar un trago a su cerveza— porque me gustas.
Julia no sabía que decir, no contaba con que Isaac tuviera un arranque de sinceridad como el que acababa de tener. El doctor no esperó una respuesta y siguió con su declaración.
—No te estoy pidiendo nada, sé que no soy un partidazo, pero necesitaba decírtelo, tenía que decírtelo o…
Julia lo cortó en ese momento.
—Isaac.
El doctor Smithson se quedó mudo y se colocó las gafas a la expectativa de lo que Julia tuviera que decirle.
—Isaac, yo me siento igual. No sé por qué, pero me gustas.
La sorpresa en la cara de Isaac se tornó en felicidad y comenzó a reír.
—¿No lo sabes? Ja, ja, ja. La verdad, yo tampoco lo sé, pero me alegro —dijo y alargó su mano hasta encontrar la de ella.
Presente…
Ese frase de Julia había sido objeto de risas y de pique durante todo el romance que ambos mantuvieron. Qué apropiado que ahora fuera la pequeña pista que Isaac había dejado para que la doctora pudiera avanzar. Estaba claro que no era una coincidencia, la siguiente pieza del rompecabezas se encontraba en la Catedral de Salamanca. Samuel a estas alturas estaría demasiado borracho como para pensar con claridad, habría que esperar a mañana para pasar a la ofensiva. Julia cerró el ordenador y se dirigió a la nevera, estaba feliz y tenía apetito.
En la misma ciudad, justo cuando Julia asaltaba el frigorífico, un teléfono móvil sonó. Una mano huesuda sujetó el terminal y abrió un mensaje de texto en el que se leía el nombre de la doctora acompañado de una dirección. El hombre guardó el teléfono y sintió el familiar cosquilleo que le producía la caza que está por comenzar.