Mi amigo Juancarlos me regaló hace diez años este portatizas, como una especie de rito iniciático al entrar, oficialmente, en el mundo educativo. Recuerdo que en aquellos tiempos en mi colegio teníamos tizas cuadradas, como reliquias de tiempos añejos, polvorientas, que dejaban las manos con marcas de grietas blancas y hasta las suelas de los zapatos dejaban huellas de nieve por los pasillos.
Pasó el tiempo y las tizas se transformaron, por un no-sé-qué evolutivo, en finos cilindros hipoalergénicos y suaves al tacto, blancos y colores básicos que yo empleaba con gusto para hacer mis mapas, climogramas, ejes cronológicos y esquemas en la pizarra verde -o en la negra de la primera clase, a la derecha. No vi aquellas tizas cuadradas eternas hasta que volví a estudiar, años después: en mi nueva facultad, resistente al cambio, de diálogo lento con la sociedad -como corresponde con una facultad de Teología-, se mantenían firmes e inquebrantables como la fe de un buen cristiano.
Diez años después, casi once, mi portatizas comienza a ser un ejemplar vetusto y digno de investigación: cómo ser un clásico en un mundo en crisis. Mi portatizas se mantiene incólume ante la ola innovadora de mi colegio -pizarras digitales, internet en las aulas, conexiones wifi, proyectos de investigación. Como galán en blanco y negro de los años cuarenta, pelo de brillantina y humo de cigarro envolviendo un suave acento -podría ser bonaerense-, mi portatizas traza en la última pizarra verde:
- Tócala, Sam.