Revista Literatura

Asesinato-Capítulo 3

Publicado el 24 enero 2011 por Gfg
Cuando se despidió de la mujer –Eva se llamaba– sin desayunar y sin apenas intercambiar palabras, estaba convencido de que el día iba a ser tan intrascendente como su vida misma. Porque La Ciudad era aburrida para cualquiera que quisiera verla con ojos neutrales, como él la veía.
Se dirigió a su pequeña oficina que estaba situada en la parte más vieja, donde la policía solía entrar con precaución, si es que entraba. Las calles de ese barrio se habían convertido en una mala imitación de Harlem lleno de delincuentes de pequeña monta: drogadictos incurables, marroquíes ociosos, negros vendedores de imitaciones, y viejos carcamales que no podían mover sus desgastados miembros ni para descender a la calle.
Sin embargo, a pesar de lo poco atractivo de la zona, a él le gustaba el tufillo a rancio que desprendían sus portales, las estúpidas pintadas en las fachadas de las casas o el bullicio familiar de algunos bares. Así era su vida y así le gustaba vivirla. Entre la miseria, con la miseria, por la miseria. Por eso le molestaba que las autoridades estuviesen empeñados en disfrazar de bonito todo lo que era horrible, como si la parte oscura de La Ciudad, la parte más auténtica de la vida de sus vecinos pudiera ser barnizada, tapada por el deseo de los políticos de turno, como si la naturaleza salvaje pudiera ser constreñida por sociedad burguesa.
Apenas soportaba la última campaña de comunicación de El Alcalde –ese fantoche más preocupado por ofrecer trabajo a su amante que de buscar soluciones para los problemas reales– que hería cualquier sensibilidad: It´s wonderful. Wonderful será tu puta madre, comentó para sus adentros. El pensaba que los idiotas de siempre estaban maquillando los barrios como se pintan los payasos, de forma grosera, sin apenas matices, como para hacer reír a los niños y ancianos, anulando su personalidad y destruyendo su juicio.
Lo que no se daba cuenta Ricardo Malpartida era que parte de su poco éxito profesional estribaba en que se asentaba en una zona de difícil acceso para aquellos que utilizaban sus servicios por el miedo y la incomodidad del área. Igual las estupideces de El Alcalde podían venirle bien.
Como todos los días, se paró a tomar un café bien cargado en El Centro. Según entró en el local, un tufo de vaho y calor le pegó en la cara. El bar destacaba por su escaso encanto. Tras echar un vistazo rápido a los parroquianos que parecían perros sarnosos y desastrados, se fue directo a atrapar El Periódico que estaba atado como un forzado de galeras a un palo de publicidad La Esperanza. Malpartida odiaba comprar la prensa y prefería leerla en los bares para ahorrarse unos chavos. No obstante, le fastidiaba la gente que rellenaba los crucigramas o que arrancaba los anuncios sin pensar en los demás clientes. Encima, le gustaba la dueña a pesar de ser bajita y no tener mucho de nada, lo cual contradecía su criterio del culo, algo normal en los seres humanos tan proclives a la inconsistencia.
– Hoy hace frío –dijo sonriente la mujer mientras pasaba un trapo a la barra.
Sí, mucho frío que podría convertirse en calor si me dejaras, pensó Malpartida mientras contestaba con palabras anodinas, se bebía morosamente el cortado y hojeaba los titulares del día.
Entre las noticias destacaba por su tamaño y por su tipografía el descubrimiento del cadáver de un científico el día anterior. Algo había oído en la radio y le habían comentado en algún corrillo absurdo, pero no había tenido tiempo de centrarse en el acontecimiento, pues estaba ocupado persiguiendo a un ratero de mala muerte que había hurtado en el ultramarinos de unos conocidos que a veces le fiaban.
Según el periódico, la persona se llamaba Anjel Mato y había sido localizado en medio de un acto del ayuntamiento. El susto y las emociones habían provocado que una anciana de 80 años tuviera una crisis cardiaca y que falleciera en el acto en lo que parecía iba a ser el día más feliz de su vida.

El reportero encargado de narrar el suceso, Félix Calamar, comentaba la situación en la que se produjo el hecho, aparte de aventurar algunos indicios de lo que había sucedido y cómo había sucedido. El periodista afirmaba que el cuerpo llevaba enterrado varios días y que tenía un único orificio de bala en la cabeza. Parecía que había ciertas discrepancias entre los investigadores de la policía de si había sido un suicidio o un asesinato en toda regla, aunque el forense resolvería las dudas en un breve plazo.
Dentro de estas dos teorías antagónicas, el reportero abría sus hipótesis algo descabelladas: si hubiese sido un asesinato, elucubraba sobre posibles motivos políticos, profesionales o de otra índole. Si fuera suicidio, hablaba de alguna enfermedad degenerativa o simplemente de cansancio vital por la edad, ya que tenía setenta años. En cualquier caso, el juez había decretado el secreto del sumario y habría que esperar, aunque todo tipo de rumores maliciosos comenzaron a tomar cuerpo por las callejuelas de la ciudad.
También el periódico recuadraba una breve biografía del fallecido donde se destacaba su edad, su pasado científico y los premios que había obtenido a lo largo de su exitosa carrera profesional, entre los que despuntaba el Premio Nacional de Investigación. Sin duda, un orgullo para las generaciones venideras.

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