La llamada de la directora de El Instituto le extrañó. Apenas había hablado con ella un par de veces en su vida y nunca habían congeniado mucho. Para Malpartida, era demasiado demagógica y se sentía incomprendido por una persona que le decía lo que tenía que hacer con su hija, cuando ellos tampoco sabían cómo tratarla. Sus consejos siempre iban en la dirección de quitarse la niña de encima y de encerrarla con el psiquiatra. No obstante, en esa ocasión, fue a la reunión con la mente abierta, intentando guardarse sus pensamientos negativos y ser más proactivo.
El encuentro tuvo lugar en el propio despacho de la responsable que estaba cerca de la entrada principal. Los gritos de los estudiantes retumbaban en las paredes. Aparte de la directora estaba el tutor de la hija, José Franco. Según entró en el despacho notó la tensión. Algo andaba mal. Sabía que Adriana no era una joven fácil, pero en este caso resultaba más evidente el malestar de los interlocutores.
– No sabemos cómo explicar lo sucedido – comenzó la directora intentando no alarmarlo, mientras sus ojos delataban pánico.
– ¿Qué ha sucedido? ¿Algo grave? Me tiene intrigado su llamada.
– Quiero que entienda que esta institución no tiene nada que ver con lo que le vamos a contar y no es responsable en absoluto. No obstante, nos vemos involucrados en este tema a nuestro pesar. Le pediría que intente comprender.
Malpartida se estaba poniendo enfermo por momentos. No estaba acostumbrado a relacionarse con personas que utilizaban un lenguaje ambiguo cuya interpretación era siempre relativa y a las que apenas se les entendía algo. Temía que habían cazado a Adriana fumando cannabis, pinchando las ruedas de alguno de los profesores, o pegando a alguna compañera. Sin embargo, el tema tomó otros derroteros rápidamente.
– Ayer recibimos en el instituto un mail con un link. Yo no suelo hacer caso de todos los correos que me llegan porque la mayoría son basura, pero en este ocasión aparecía en el asunto el nombre de su hija, Adriana Malpartida. Estuve a punto de tirarlo, pero algo me dijo que podía tener su importancia. Acérquese, por favor. Le tengo que avisar que lo que va a ver supera lo imaginable.
El detective se acercó al ordenador y se quedó de pie, junto al profesor, detrás de la directora. Le temblaban las piernas. ¿Qué podría haber hecho su hija? Al pinchar en el enlace, se abrió una página web cuyo título era sextube y comenzó un vídeo titulado Perra-53. Una chica desnuda comenzaba a decir barbaridades a otra persona con varios piercing en la oreja mientras le chupaba las partes más íntimas de su anatomía. La cría, entre lamida y lamida, comentaba entre risas que le encantaría que su padre la viera así, como una perra en celo. Después la voz se hizo más difusa hasta desaparecer. Fueron unos cincuenta segundos. En la parte inferior de la imagen aparecía al final una banda con el siguiente texto: Deja de meter tu sucio hocico donde no te llaman. El que lo había escrito tenía su punto de coña.
Ricardo se quedó sin aliento, en silencio. Le pidió a la directora que saliese de esa página y fue a sentarse a la silla. Un peso enorme se le había puesto en el cuello, como si le hubiesen colgado piedras. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía ahí?
No sabía cómo reaccionar. Estaba claro que la amenaza que había dicho Trajano se había cumplido, pero no en su persona sino en Adriana. Ignoraba cómo, pero la idiota de su hija grababa con el móvil escenas sexuales con su novio. Alguien las había robado y las había metido en una de las web pornográficas que pululan en la red.
Si hasta entonces había tenido manía a la tecnología, ahora le daba asco. Pero intentó recuperarse. Los que habían colgado ese vídeo esperaban una reacción determinada, querían frenar su investigación, doblegarle. Había que reconocer que eran buenos, que conocían el comportamiento humano, que sabían dónde golpear con más fuerza para debilitar a sus enemigos.
Pidió disculpas a la directora y al profesor. Carecía de palabras para explicar el comportamiento de su hija y le resultaba difícil convencer a alguien de que Adriana no tenía nada que ver con las imágenes, que había sido un castigo dirigido a él. Prefirió omitir los detalles. Con esa inteligencia que caracteriza a los enseñantes, le hablaron de apertura de expediente, de sanción disciplinaria, de mal ejemplo para el resto de los alumnos, de expulsión del instituto.
En esos momentos, le importaba todo un comino. Quería desactivar ese vídeo. Ambos le dijeron que no eran expertos, pero que el informático del instituto les había dicho que era bastante difícil, que una vez algo estaba colgado, se solía expandir por la red como réplicas de un terremoto. Que probara con las autoridades. Sí, lo que faltaba.
Se despidió con la excusa de que iba a denunciar el caso a la policía y comenzó a deambular sin rumbo. ¿Cómo debía actuar? Se sentía impotente. Nunca hubiera imaginado que iba a caer en una pesadilla semejante. La vida real tiene sus normas, malas, injustas, pero normas al fin y al cabo. La vida cibernética, no, es una selva en la que él no sabía moverse.
Antes de hacer nada llamó a Eva. Ella era mucho más inteligente que él. Y poseía más conocimiento de lo que pasaba en internet donde cualquier artista se hacía famoso. La cogió en el trabajo. Le dijo que la necesitaba, que había pasado algo grave pero que no se lo podía explicar por teléfono. Sabía que estaba pinchado y los que le habían monitorizado desearían conocer su reacción ante la amenaza.
Quedaron en un restaurante cerca de la caja de ahorros a tomar un plato combinado de doce euros, vino incluido. En cuanto la vio, le contó lo sucedido de una forma un tanto acelerada. Eva se asustó mucho. Y reaccionó mal. Le dijo que la situación se estaba complicando y que quizá era el momento de dejarlo. Ya no sólo le afectaba a él, sino que también le estaba influyendo a su hija. Con toda seguridad, también se temió que le pudiera tocar a ella.
Ambos ignoraban cómo podía marcar esto la vida de la pequeña. Estaba claro que la niña era una mentecata, pero una cosa era la imbecilidad privada y otra muy diferente la estupidez pública no consentida. A él nunca se le hubiese pasado filmarse en plena faena con Eva o con ninguna otra. ¿Qué placer sentía la gente en ello? ¿Creerse actores porno? ¿Ver sus balanceos circenses a posteriori? ¿Oír sus gemidos agónicos y sus caras desencajadas?
Tras estar discutiendo un buen rato, sin llegar a ninguna conclusión, se despidieron. Eva tenía que volver a su trabajo. Malpartida optó por no ir a la oficina. Como siempre que debía afrontar una disputa familiar, le surgían las ganas de escapar. Quería correr y correr hasta agotarse en algún descampado y morir en soledad, como los elefantes. El no era un hombre conflictivo. Al revés, amaba la tranquilidad de la rutina, sus cervezas, los amigos, las horas muertas, ese movimiento urbano que no conduce a nada y que es tan estimulante, sobre todo cuando te has pasado la juventud repartiendo paquetes de mierda en una furgoneta cochambrosa, o conduciendo un taxi descoyuntado entre atascos.
Decidió emborracharse a conciencia. Ya no había nada por lo que preocuparse. Todo estaba fuera de su sitio. Mientras lo hacía, volvían las imágenes de su hija desnuda a su cabeza. Desde luego no podía ser tomado como un padre responsable, se fustigó. Todo se le había ido de las manos. Quizá su ex mujer no era tan tonta y había adivinado lo que le esperaba si seguía con él. Había acertado al largarse, sí señora. La pena era que no se había llevado a la niña con ella. Ahora estaría a salvo de todo lo que estaba ocurriendo por su culpa.
Navegó entre bares. Evitó a distintos conocidos que se encontró en las callejuelas de la ciudad. Se imaginó lo que pensarían cuando vieran a su hija lamiendo el asqueroso y peludo culo del novio. Horror. Estuvo a punto de coger la pistola y pegarle un par de tiros en el orificio, pero se refrenó. Eso no iba a mejorar las cosas. Según iba bebiendo se iba relajando y las angustias pasaban a un segundo plano. Bebió mucho whisky, pensó que ya tenía las suficientes credenciales como para conocer a Jack Daniels en persona. Bebió como siempre, para morir.
¿Qué importancia tenía en esos momentos desentrañar el caso de Mato? Ya lo harían otros que parecían más interesados y jugaban con instrumentos mucho más poderosos que los suyos.
Cuando salía de uno de los antros, ya anocheciendo, vio que una mujer forcejeaba con un tipo. Instintivamente sacó su arma y dio un grito de alto. El hombre huyó dejando a la mujer en el suelo con la falda sucia y una media desgarrada. Era extranjera. Hablaba un correcto castellano, aunque con acento argentino. Estaba bien, pero asustada. Le dijo que iba para su hotel después de haber hecho algunas compras y había sido asaltada por un energúmeno que le había pedido el dinero. La mujer quería ir a la policía a denunciar la agresión, pero Malpartida le convenció de que era inútil, que mejor se tomase una copa con él, que se olvidase del ataque, que le invitaba. Ella, al principio, rechazó la oferta, pero a los pocos segundos la aceptó con una condición, que le acompañara después a su hotel, pues no deseaba más sustos.
La mujer se llamaba Susanne Geolas y era norteamericana, de Carolina del Sur. Había aterrizado en la ciudad para asistir a una conferencia trasatlántica de automoción y se iba en un par de días. Malpartida sintió que su suerte cambiaba. Después de todo lo que le había ocurrido tenía la oportunidad de tratar con alguien que le necesitaba y que, encima, estaba bastante buena. Su pelo castaño y sus ojos verdes la hacían muy atractiva. Aunque no vestía demasiado elegante, con esa camisa un tanto recargada, tenía un cuerpo tenso y bien formado. El problema es que no bebía más que coca-colas. A la segunda le pudo convencer para que metiese un poco de ron en sus hábitos saludables. Aceptó. Le dijo que hasta entonces había pensado que los ciudadanos de ese país eran tímidos y violentos, y veía que no, que había excepciones. Malpartida se sintió orgulloso. Cuando ya tomaron un par de copas más se fueron al hotel. En la entrada ella no tuvo dudas, le indicó si quería subir. El dijo que sí, que por qué no, que total nadie le esperaba en casa, lo cual era cierto. Y subió. Al fin y al cabo había sido su salvador y, por lo que tenía entendido, las americanas eran muy liberales, mucho más que las locales, y solían pagar en especie.
Allí, en la habitación, comenzaron a desnudarse. El estaba un poco torpe y tuvo problemas para soltar el sujetador. No le pasó lo mismo con la tanga. Apenas hubo transición. Fue un polvo duro, de esos en los que la otra parte sabe que no hay misericordia, que cada uno va a dar el máximo, pero también va a exigir lo mismo. Y así fue. La noche se alargó en una especie de guirnaldas de caricias y de contracciones. Los polvos se multiplicaron y se extendieron por toda la habitación hasta acabar en el baño. Sus problemas se alejaron en olas de placer. Y él acabo mojado y rendido en una cama con dosel.