Asesinato-Capítulo 33

Publicado el 21 agosto 2011 por Gfg
Malpartida había dejado de ir a su casa desde el asunto del vídeo en el instituto. ¿Qué podía hacer? ¿Qué se puede decir a una hija que tiene un comportamiento estúpido? Lo ignoraba. Se veía superado por las circunstancias. Su vida se había complicado en pocos días sin que tuviera visos de solución. Y todo por el famoso Mato. Daban ganas de tirar el caso por la borda.
Tampoco quería estar con Eva. No es que le reprochara nada, pero no se sentía con fuerzas para mantener una conversación continuada con nadie. Ella desearía analizar, argumentar, y él no podía. Necesitaba el silencio y ese silencio sólo se producía en el vacío de un edificio de oficinas donde no vivía nadie, ni siquiera el portero.
En ese habitáculo, mientras oteaba el horizonte, pensó que quizá era el momento de abandonar a su hija, de soltar amarras. No siempre los hijos abandonan a los padres cuando son adultos, se dijo. También éstos lo pueden hacer si no se sienten capaces de soportar una situación.
Recordó la pelea que tuvo con su ex mujer cuando se quedó embarazada. El había preferido abortar y ella se había opuesto terminantemente. Le había acusado de  egoísta, de insensible, de mala persona. Al final, a pesar de sus intenciones, había cedido por la paz. Pero todo se había complicado mucho. Su ex había decido tener la niña para abandonarla poco después; y él había asumido una responsabilidad que no estaba en sus planes y para la que no estaba preparado. Y no se había arrepentido, hasta hacía poco.
Sabía que era una decisión difícil, de un ser débil que no era capaz de defender a los suyos. Podía suponer la destrucción de la niña. Dos abandonos en una vida son demasiado incluso para un ser tan distante como ella, pensó.
Aunque era la decisión más acertada. Apartarse. Eso facilitaba las cosas para que el melenas se hiciera con el control de su casa, de sus bienes y de su hija, un control absoluto y permanente como parecía que ella deseaba. Total, era sustituir a un padre defectuoso por un novio encantador. De esa simple manera podría desarrollar una vida en paz y felicidad. Tal vez su paternidad terminaría con una pensión mensual y un par de visitas anuales.
Estuvo a punto de bajar a buscar a Rhía, pero se detuvo. Su inmadurez no podía poner siempre en el disparadero a todo el mundo. Debía ser capaz de tomar sus propias decisiones sin bastones que le evitasen el pánico escénico. Además, Rhía tenía su vida hecha y su relación con ella sólo servía para ponerla en peligro.
Se sentía cansado, aburrido de lo que estaba viviendo, como si ya supiera de antemano lo que venía después. Esa era una sensación angustiosa porque significaba la soledad, la abulia, el hartazgo.
Pensó en la mujer americana del hotel. Una pena que se fuera tan pronto sin despedirse. Era una buena hembra y le hubiera gustado conocerla un poco más. Quiso agarrarse por unos minutos a la fantasía de haber emigrado a Estados Unidos con ella y haber intentado rehacer su vida allí, lejos de todo este infernal ruido. Desde luego, la profesión de detective estaba mucho más reconocida entre los anglosajones, o al menos así lo reflejaban las series de televisión.
Se vio conduciendo por las autovías americanas siguiendo a sospechosos con sombreros tejanos, parando en restaurantes de carretera para tomar hamburguesas, recargando el depósito de gasolina mientras se atiborraba de refrescos y de patatas. Se vio fotografiando escenas y haciendo llamadas a sus colegas del otro lado de la costa. Soñó.
Susanne había desparecido de la imagen. Estaba siendo sustituida por una china, divorciada de un argentino, que se estaba enrollando con un bombero negro en un pub cualquiera. Malpartida le tocaba las tetas mientras el bombero se desabrochaba el pantalón y sacaba su manguera mojando a todo el mundo.
Después sintió que era golpeado en la nuca y caía en una espiral sin fondo. Sólo el agua de un cubo de hielos le volvió a su ser. Estaba en el bar con un par de camareros que intentaban reanimarle y le decían cosas en un idioma que no podía interpretar bien. No era inglés, parecía polaco o húngaro. De repente, vio a su hija Adriana que se le acercaba a cámara lenta y le comentaba que dejase de meter su sucio hocico donde no le llamaban. Después esa imagen se alejó riendo, con un sonido metálico, lleno de reverberaciones que herían sus oídos.
Despertó sudado, frío, caído en el suelo. Ignoraba si se había desmayado o se había dormido y, en el sueño, resbalado al suelo. Quizá ese golpe había desencadenado la pesadilla. O quizá la pesadilla había generado la caída. Daba igual. Estaba de nuevo en la moqueta, esa moqueta raída de color azul que protegía sus riñones. Decidió no moverse de ahí e intentar descansar sin tanto sobresalto.