Revista Talentos

Así he vivido yo el coronavirus

Publicado el 05 julio 2020 por Aidadelpozo

No sé cuándo empezó esta historia ni me importa. Solo sé cómo me ha afectado a mí. Un par de semanas antes del confinamiento, cada vez que encendía el ordenador de la oficina, aparecía el nombre de un programa. Se llamaba algo así como "Remote" no sé qué. Era nuevo. Hablábamos todos los días sobre China y lo que acontecía en aquel país con respecto al coronavirus. Habían construido un hospital en cero coma. Mi compañero comentaba que "cuando veas a tu vecino las barbas cortar...".

Yo acudía a mi trabajo como siempre. Cogía el autobús y luego el metro en un trayecto que duraba noventa interminables minutos y que compartía con muchos curritos más. Uno tosía, otro se te pegaba por falta de espacio en el vagón, el otro te echaba el aliento en el cogote... Lo normal... Y así un día y otro y otro más.

El 6 de marzo asistí con mis hijas al espectáculo VUELVEN LOS 90 del cómico valenciano Raúl Antón. Había adquirido las entradas en enero. Cenamos antes en una cafetería de la plaza de Callao y regresamos a casa en metro. Muchas personas asiáticas llevaban mascarilla y aquello nos sorprendió. La cosa pintaba mal. Al día siguiente llamé a mi madre y le pedí que no saliese de casa, salvo para lo imprescindible. Nada de una barra de pan hoy y otra mañana y así, todos los días. Que comiera pan de molde. "Qué exagerada eres, hija".

Seguíamos comentando en la oficina acerca del gigante asiático y los casos de covid que se estaban dando en aquel país mientras continuábamos yendo a trabajar y usando el transporte público. Durante los días siguientes pensé en los cientos de personas que habíamos ido a ver el espectáculo de Rául Antón y en todas aquellas con las que compartía autobús y metro a diario. Pensé también en mis hijas y en las horas que a diario dedicaban a desplazarse por Madrid. Vi la tienda de los chinos de mi casa cerrada. Decía que lo estaría hasta el 22 de marzo. ¿Motivo?: Vacaciones. Me dije: "¿Desde cuándo un chino coge vacaciones?". Lo cierto es que jamás en mi vida había visto un cartel de "cerrado por vacaciones" en un comercio de todo a cien.

El 12 de marzo se ordenaba el cierre de colegios, institutos y universidades. El hospital construido en tiempo récord por los chinos seguía siendo el tema del momento en mi trabajo.

El jueves de esa misma semana nos enviaron un correo en el que preguntaban quiénes querrían teletrabajar y quiénes tenían hijos menores de doce años o mayores dependientes a su cargo. Hubo muchos mails después. En uno se nos comunicaba que si todos optábamos por el teletrabajo, se elegiría quiénes deberían permanecer en la oficina de modo obligatorio. Algo así como los servicios mínimos en los casos de huelga. Luego hubo más correos y mucha confusión. Ese día una compañera me ayudó a instalar el programa para trabajar en remoto. Aproveché e hice un pedido a domicilio a Mercadona para abastecer mi casa de alimentos al menos durante un mes. El jueves a última hora se nos autorizaba a todos a teletrabajar y se añadía que podíamos quedarnos en casa desde el viernes. Enviamos a nuestros responsables los datos de nuestros equipos así como nuestra dirección para que los mandasen a nuestros domicilio. En un correo posterior se solicitaba que quien pudiera fuera él mismo a la oficina para recoger el suyo ante la dificultad de llevar todos los equipos a nuestras casas. El sábado los compañeros comenzaron a ir al trabajo para recoger sus ordenadores. El martes me llevé el mío.

Luego llegó el confinamiento tras decretarse el estado de alarma.

Se cerraron los comercios y las tiendas, salvo las de alimentación, las farmacias y los estancos. Los bares y restaurantes echaron el cierre. El espacio aéreo, también. Los días posteriores hizo un frío que ni los grajos se atrevían a volar ni alto ni bajo. Una noche se desató una tormenta digna de una película de terror. Se fue la luz, los relámpagos se sucedían uno tras otro sin tregua y la lluvia era torrencial. Mis hijas y yo tuvimos miedo. El miedo es malo porque hace que la cabeza vuele. Confinamiento y tormenta. Mala combinación.

Ya con la nevera bastante perjudicada, Mercadona me envió un SMS: dada la demanda masiva de pedidos online, lamentaban no poder suministrarme el mío. Ni el mío ni los de los demás, porque las compras a domicilio se suspendían.

Así que llegó el primer día en que debía salir a comprar. Mascarilla, guantes de látex desechables y mi pánico a cuestas junto con las bolsas reutilizables, mi coche y la lista interminable de la compra. Superé la prueba, pero no el miedo: Las estanterías estaban casi vacías. No había papel higiénico, ni rollos de cocina, ni arroz, ni huevos, ni pasta ni harina... Estanterías vacías. Habían volado hasta las pipas de girasol. Durante varios días se repitió la misma historia. En torno al papel higiénico nacieron un sinfín de memes y chistes. El mundo se acabará cuando se acabe el papel del culo, no cuando se extingan las abejas. También se agotaron los guantes y las mascarillas. El gel hidroalcohólico era el producto estrella en la farmacia junto con el barbijo quirúrgico. En YouTube encontrabas cientos de tutoriales para que pudieras fabricar gel hidroalcohólico en casa. También te enseñaban a confeccionar tu propia mascarilla protectora e incluso pantallas con los acetatos de las carpetillas escolares. Un mundo de posibilidades se abría ante nosotros.

Un miedo gélido se fue instalando día a día en los huesos a medida que las noticias se sucedían, las tormentas y el frío seguían haciendo acto de presencia y no se veía luz al final de aquel túnel interminable. Comenzaron a aparecer los policías de visillo: vecinos que se pasaban la vida mirando por la ventana y grabando en vídeo a los que se saltaban en confinamiento para luego colgarlo en internet. Nosotros también levantamos un hospital de campaña en un abrir y cerrar de ojos en los pabellones de Ifema. Voluntarios y militares trabajando codo con codo y sin descanso lo hicieron posible.

El coronavirus ocupaba todo el tiempo de emisión del telediario y el número de muertos y contagios aumentaba. Los fakes sobre el tema se sucedían sin descanso en las redes sociales y en WhatsApp. Términos como estado de alarma, distanciamiento social, desescalada o nueva normalidad, se convirtieron en habituales.

El pijama y la bata se convirtieron en mi uniforme de trabajo y la hora de tirar la basura (pasada la una de la madrugada para no cruzarme con ningún vecino) era esperada con la mueca más parecida a una sonrisa que recuerdo de aquellas primeras semanas de confinamiento. Correr con las bolsas desde mi casa hasta los cubos de basura era poco. Casi volaba. Y luego, dejaba las zapatillas en el porche, guantes a la basura y mascarilla y abrigo en la entrada. Prácticamente me desnudaba para entrar en casa. Si no cogí una pulmonía por aquellos días, creo que no habrá invierno que pueda conmigo.

Aprendí a jugar a Triominos con mis hijas, desempolvamos El lobo y el Cubiletras y llenamos un cuaderno entero de sumas de puntos y partidas. Entre juego y juego redescubrí a mis niñas.

Hice torrijas, arroz con leche, pudin y natillas y ellas hicieron pastel de zanahoria, bizcocho de limón o tarta de queso. Recuperé la receta de mis croquetas de jamón y huevo, les añadí nata para cocinar y nos chupamos los dedos. Me aprendí a medias la letra de "Resistiré" de tanto escucharla en la televisión y en las redes sociales, aunque nunca aplaudí a los sanitarios al llegar las ocho de la tarde porque siempre he creído que mi mejor aplauso se lo daba cumpliendo con las medidas de seguridad e higiene ordenadas, y que de poco les iba a servir que aplaudiésemos si nos olvidábamos luego de todo lo aprendido (como les ha pasado a muchos en la desescalada).

Arreglé el jardín, podé y talé arbustos, eché compost, planté algunas plantas nuevas, hice adornos con velas, quité la pérgola vieja y compré por internet una sombrilla.

También retomé la escritura y comencé a corregir dos novelas que tenía en un cajón, así como una antología poética. Hasta aprendí a quitar el control de cambios en Word.

Pasé angustia cuando creí que iba a perder a mi madre. Si lo hacía en este momento no podría ni siquiera despedirme de ella. En los hospitales la gente moría sola y no había velatorios ni funerales. Mi madre se recuperó y me di cuenta de lo poco que apreciamos el tener a nuestros seres queridos cerca. Así que recuperé a mi hermano. Para siempre es demasiado tiempo...

Seguí con el teletrabajo mientras comenzaba la desescalada. Para entonces había dejado de ser un coñazo y ya no me parecía tan malo. A día de hoy me parece el invento del siglo y espero que se potencie y mejore. Sobre todo en el tema de las sillas. Mi oficina es ahora mi salón y mi silla es de comedor. Desearía tener un despacho con una silla apropiada. Sin embargo, he aprendido que en esta vida no se puede tener todo.

Me apunté a un grupo de WhatsApp que anunciaba una vecina del pueblo e hice nuevos amigos virtuales más cerca de mi domicilio. Con la apertura de las terrazas quedé a tomar algo con ellos y lo sigo haciendo a día de hoy.

Me lavo las manos mil veces al día, me he hecho serieadicta y fan de Dean Winchester y al fin he empezado a ver Lost, he recuperado mis ganas de escribir, he retomado mi blog, he tenido tiempo para reflexionar e incluso filosofar, he recuperado amistades perdidas, he aprendido a confeccionar una lista de la compra que me permita no tener que ir a Mercadona cada semana, he gestionado mis emociones y he hecho feliz a mi madre.

Así he vivido yo el coronavirus y este ha sido su legado en mi vida. Deseo de corazón que, en vuestro caso, no hayáis tenido que lamentar pérdidas de familiares o amigos ni os haya afectado en el tema laboral.

Sigamos adelante y cuidaos mucho.

ASÍ HE VIVIDO YO EL CORONAVIRUSImagen de Pinterest

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