Artículo publicado en 89decibeles.
“Señor, su hija está destrozada en (…) la autopista que va a la Costa Atlántica, a la altura del kilómetro 42”.
Así comienza Fin del Insomnio, cuento del nacional Guillermo Barquero (Presagios de Muerte y Esperanza, 2009). El autor -el sombrío y áspero, terriblemente simpático autor- relata, con esa prosa rica y directa que nutre su narrativa, las desgracias de un hombre que, a mitad de la noche, recibe el dantesco mensaje. La trama navega por la psicosis y el desvelo de un personaje agobiado, cuya hija, según la voz inerte de la contestadora, ha fallecido.
El domingo 14 de marzo, temprano en la mañana, Christopher Lang, odontólogo que apenas rozaba la treintena de años, apareció muerto, destrozado en la autopista que va a Cartago. El causante de su fallecimiento, un conductor ebrio y temerario, se dio a la fuga, sólo para ser detenido apenas unos minutos después. El nivel de alcohol en su sangre casi doblaba el límite establecido por ley.
La ficción que relata Memo cuenta cómo su personaje, tras enterarse a mitad de la madrugada del trágico suceso que se ha llevado a su hija, se ve incapaz de llorar o expresar cualquier otro sentimiento de pérdida. La gripe que lo abruma, aunada al frío sobrecogedor, lo inmovilizan. Está demasiado cansado como para sentir tristeza.
El fallecimiento del joven Lang ha causado revuelo; el escándalo, milagrosamente, lleva más de tres días, aunque se desinfla cada vez más. Las caras tristes en Telenoticias; los movimientos cívicos que exigen justicia; los Yo también quiero 0 conductores borrachos en Facebook; hasta las conmovedoras notas aparecidas en medios digitales (y luego hechas propias por el imperio LN). Todos, dedos acusadores, demandando una ley que les consolide su seguridad.
El cuento continúa su trama por las horas sin sueño del padre de Andrea, hecha pedazos en el kilómetro 42. Reconoce la voz en el mensaje de la contestadora, como la de su médico, el doctor Martínez. Sus palabras son claras: el único soporte, su única compañía, se extinguió en trozos, regados en la autopista que va a la Costa Atlántica.
El tico escandalizado, alza su voz y reclama penas altas y una ley sin espacio para la alcahuetería. Porque si a ese desgraciado le dicen que le van a meter 15 años de cárcel por manejar hasta las manitas, me dan seguridad. El discurso se extiende de los medios al vulgo, y nos tragamos el cuento. A mí, empero, algo no me calza. Dicen los que saben de meter gente presa que el derecho penal (entiéndase, la ley) no es igual a seguridad. Dicen.
El malestar del personaje se apropia de su cuerpo y no lo deja razonar. El hígado le molesta, el estómago le molesta. La cabeza casi le estalla. Intenta reacomodar sus pensamientos por un momento. Tal es su desconcierto que duda sobre la veracidad del mensaje. ¿Fue real, o sólo existió en su cabeza? Ya no puede comprobarlo: hace un minuto destruyó de un golpe la máquina contestadora.
Pero es que la inseguridad es cuestión de percepción, escuché yo. La infame declaración, supongo, tiene su lógica. No es lo mismo vivir en Valle del Sol, que en Hatillo 7 (paz al hígado, ejemplos nada más); la percepción con respecto a la seguridad -o falta de ella- cambia. Parece ser entonces que la Maestra equivocó las palabras. La inseguridad es, mejor dicho, cuestión de subjetividad.
El teléfono suena. Él corre en su búsqueda, esperando escuchar la voz suave de su hija, mas tropieza con una pared que únicamente existe en su recuerdo. Cuando alcanza el auricular, sólo lo recibe el tono entrecortado de la llamada perdida. “Hijueputa”. Suena una segunda vez; ni siquiera hace el intento de atenderlo.
¿En qué quedamos, pues? Por un lado, la ley no tiene como función darme seguridad, sino delimitar el campo de actuación del ciudadano; por el otro, la mentada seguridad es una cuestión subjetiva. Tal parece que estamos a la deriva, sin rama de qué agarrarse. ¿Nos llevó puta, entonces?
Tan cansado está, que las fuerzas no le alcanzan para arrastrarse escaleras arriba, hasta el cuarto de Andrea, y revisar si la nena duerme tranquila en su cama. Después de todo, si su hija ha muerto, ya nada puede hacer.
Lo más lógico parece ser, pues, que la inseguridad depende de uno mismo. Por muy alta que sea la multa, si quiero manejar borracho, lo voy a hacer. La decisión está en mí, y yo me atengo a ella. Que los diputados hagan lo que quieran, y que la gente pase en vigilia el tiempo que guste; poco me va a importar, cuando tenga las llaves en mis manos.
Dice Guillermo Barquero que los muertos no resucitan. Yo, personalmente, no me animo a comprobarlo.
© danny