De inmediato, saco de la chaqueta que colgaba detrás de su silla, sacó la petaca y estableció de nuevo otro rito mil veces repetido a su vez, elaborar un perfecto cilindro con el papel y las hebras de tabaco, un rápido lametón al borde y colocarlo en la comisura del labio, un certero golpe con la palma de la mano al chisquero y una inspiración profunda, le provocan una gran satisfacción, echa el cuerpo hacia el respaldo y coloca sus manos detrás de la nuca, estirando el cuerpo después de esta pausa en el día.
Mira enfrente de él a su mujer, el penoso trabajo que ella soporta diariamente, la ha convertido en una mujer avejentada prematuramente, sus manos callosas y nervudas, después de soportar el frío al borde del río para poder lavar la ropa, batiéndola contra la piedra una y otra vez, después de tantos años, no siente nada, le da igual que a veces haya que apartar el hielo en la orilla, quizás le duela más las rodillas o la espalda de estar tanto tiempo agachada.
Por más que la mira, no sabe que decir, esta es la vida que les ha tocado vivir, nacieron pobres y morirán de la misma manera, el traje de los domingos, será su mortaja. Su tumba, la misma tierra donde viven, allí donde su azada la golpea buscando una cosecha que mengua con los años, que año a año les hace más miserables.
Mira a su retoño y apenado le dice:
- Hijo, espero que la tierra no te ate como a mí.