Tuve que crear un mundo mío, como un clima, un país, una atmósfera en la que yo pudiera respirar, reinar y recrear lo que la vida destruía. Esa es, creo yo, la razón de cualquier obra de arte. El artista es el único que sabe que el mundo es una creación subjetiva, que hay que tomar una elección, una selección de elementos. Es una concretización, una encarnación de su mundo interior. Y después espera atraer otros seres, esperar imponer esta visión particular y compartirla con los otros. Incluso si la segunda etapa no se alcanza, el artista, sin embargo, continúa valientemente. Los raros momentos de comunión con el mundo valen la pena, puesto que es un mundo para los otros, una herencia para los otros, un regalo para los otros, en definitiva. Cuando se crea un mundo tolerable para si mismo, se crea un mundo tolerable para los otros.
Escribimos para aumentar nuestra conciencia de la vida, escribimos para atraer y encantar y consolar a otros, escribimos para llevar una serenata a nuestros amantes.
Escribimos para paladear la vida dos veces, en el momento y en retrospectiva. Escribimos, como Proust, para que todo sea eterno y para persuadirnos a nosotros mismos que lo es. Escribimos para poder trascender nuestra vida, para llegar más allá de ella. Escribimos para aprender a hablar con los otros, para registrar el viaje a través del laberinto, escribimos para ensanchar nuestro mundo cuando nos sentimos asfixiados, constreñidos, solos. Escribimos como los pájaros que cantan, como los primitivos realizan sus danzas rituales. Si no respiramos escribiendo o cantamos escribiendo, entonces no escribamos. Porque nuestra cultura no necesita nada de esto. Cuando no escribo siento que mi mundo se encoje. Siento que estoy en la cárcel, que pierdo mi fuego, mi color. Debería ser una necesidad como el mar necesita la marea. Yo lo llamo respiración.