Esta mañana contrariamente a mis costumbres llevaba puesta en la radio del coche una emisora nacional de esas que hablan hasta aburrir. Seguramente sabes cuales digo, consecuente lector, esos templos de la escolástica donde eficientes periodistas y políticos venidos a menos en su mayoría, peroran sobre cualquier cosa que les ponga en suerte el intrépido conductor del programa, construyendo (salvo honrosas excepciones) intrincados discursos en base a sofismas, lugares comunes y tautologías.
Estando hace tiempo de turno, llegó a repostar el eterno presidente, entonces, de la mayor cooperativa de Tomelloso. Y del mundo, me parece. Llevaba sintonizada Radio Clásica en el auto-radio, sonaba el Concierto para violín Opus 35 de Tchaikovsky (o cualquiera otra pieza, admirable lector, pero la nombrada me viene bien en esta ocasión y mi memoria no es tan exacta).
—Buena música lleva puesta Nicolás. —le dije.
—Sí. Pero lo mejor —apostilló— es que aquí no discuten.
Y aplicándome el adagio, seguí el consejo del anciano señor, llevando casi permanentemente puesta la mentada estación radiofónica.
Cómo digo, esta mañana una alegre locutora, junto a dos vice-locutores, invitaba a los oyentes a llamar por teléfono a la emisora, para relatar en antena los robos que hubieran o hubiesen sufrido y los métodos que usaban para evitarlos. En este punto mi sorpresa ha sido mayúscula, ya que he pensado que seguramente los ladrones tomarían muy buena nota de esas defensas para poder traspasarlas con más facilidad. Afortunadamente en el tiempo que he usado el coche, nadie ha contado el sitio exacto donde tiene los cepos loberos, ni si los tiene, ni ninguna otra explicación que facilitare el trabajo de los cacos. El caso es que este asunto me ha traído a las mientes cuando atracaron al Chencho.
No sé si lo he contado, pero servidor ingresó en el aguerrido cuerpo de expendedores de gasolina gracias a que su amado padre era el gerente del levítico surtidor (¡toma expresión!). Una noche, madrugada más bien, sonó el teléfono. Lo cogió mi padre, que al igual que el capitán Furillo tenía un supletorio (ya un arcaísmo, tanto el sustantivo como el ingenio que nombra) en la mesita. Yo pasaba de la veintena.
—Es la guardia civil, —me informó— vamos a la gasolinera que han atracado al Chencho.
Cuando llegamos estaba completamente pávido. La cara blanca, la gorra de Michelín puesta y relatando a los agentes de atestados el caso. Parece ser que a las doce de la noche, más o menos, habían acudido un par de chicos, a pie y con una lata, a la gasolinera. Al ir a llenarles el envase con gasolina, le pusieron un cuchillo en el costado.
—Somos drogadictos —confesó el del cuchillo— sólo queremos el dinero para comprar droga. Si nos lo das, no tienes nada que temer.
—Enseguida. —les dijo, dándoles la cartera que portaba en bandolera.
—¿Ya no hay más? —pregunto el otro atracador.
—Sí, —dijo el Chencho— venid conmigo que está escondido.
Los paso a una especie de vestuario donde guardábamos diez mil pesetas en cambio. Lo cogieron. Cómo era la única habitación con llave lo encerraron en ella. No obstante y por su bien, le dijeron que contase hasta mil antes de intentar salir. Cortaron el teléfono. Cuando iba por doscientos, volvieron los asaltantes y le pidieron una lata de aceite. Para no confundirse y que a la vez no se enfadasen los delincuentes, les dio una lata del mejor lubricante que existía entonces, Moligraphite. Lo volvieron a encerrar. Les preguntó a los malos que si la cuenta la empezaba de nuevo o continuaba por donde se había quedado cuando le solicitaron el lubrificante. Le contestaron que empezase desde uno otra vez. Al llegar a mil le dio una patada a la puerta. Paró un coche, enviándolo al cercano cuartel a informar.
Mientras relataba lo anterior un afanoso picoleto armado de polvo blanco y un pincel recogía huellas dactilares a toneladas, mientras repetía:
—Estos chorizos son tontos. Estos chorizos son tontos. Uno de ellos ha tocado por todo.
En un momento determinado se para el guardia.
—Porque… ¡¡¿No serás tan idiota Chencho?!! —exclamó mientras se dirigía a nuestro amigo y le cogía las manos.
Las sospechas del agente fueron ciertas y nuestro simpar compañero se había dedicado a tocar por todos y cada uno de los lugares en los que lo habían hecho los cacos.
Una vez efectuada la declaración, tomadas las huellas y demás asuntos científicos se lo llevaron al cuartelillo a reconocer fotos, para lo que mi padre y yo le guardamos la ausencia en el surtidor. Volvió a las dos horas sin reconocer a los robones, aunque sorprendidísimo y entristecido tras haber repasado las fotos de los fichados.
—He visto fotos de gentes que no podéis ni imaginar —dijo a pesar de no ser un replicante— y algunos buenos del todo. El sargento me ha dicho que no diga los que están fichados. O hay mucho malo en el pueblo —sentenció— o te fichan por nada.
De los atracadores nunca se supo.