Revista Literatura

Atragantando semillas

Publicado el 14 diciembre 2009 por Mqdlv
Mi papá me dice que está triste porque fracasó. Dice que tal vez le queden diez años más de vida y hace números con lo que le resta de herencia. Poca la herencia. Yo le digo que la gente ahora vive como cien años pero del fracaso no le digo nada. Porque ese sentimiento es algo personal y yo ya no puedo conocer sus sueños, menos ahora que anda queriendo morir, aunque él diga que no se trata de eso, que no quiere morirse. Le discuto un poco, le digo que si ya tiene fecha de defunción es porque está caminando hasta ahí y entonces finalmente va a llegar con todo el éxito que dice no haber tenido. Me dice que todos caminamos hacia el mismo lugar y yo le contesto que aunque eso es real, no es cierto. Mi papá es porteño y a pesar de que vive en un pueblo de diez mil habitantes desde hace más de siete años, cada vez que lo veo, anualmente una o dos veces, lo descubro más porteño. Porque ni la salvedad de que ahora toma mate y anda en moto, en motito, le quita el amargo que le dejó la ciudad. Supongo que esa puede ser una de las evidencias de su fracaso. Porque ni chicha ni limonada: quiere estar en su Belgrano natal pero siente que ya no puede. La herencia no le da, dice, y él fracasó. Y yo le hago recordar, le digo que un poco la culpa fue del país y de los coletazos económicos que le derrumbaron de un saque todas las actividades que encaró. Pero eso no lo consuela y se empecina en ser la evidencia tácita del riesgo que implica el paso del tiempo si se te cae una ficha de dominó y le pegás una patada desafiante al chasco. El riesgo es ser hosco y rosco. Algo resentido con el devenir y con el pasado. De volcar el tinto para convertirlo en soda, de perder centímetros de cintura y seguir tragando pan y salchichón. Entonces un poco lo entiendo, aunque le digo que hacer las cosas mal no debería ser lobby para hacer las cosas peor, pero en verdad él no sabe de qué cosas estoy hablando. Bueno, le digo, supongo que me duele que estés lejos de casa. Pero resulta que ahora me cuenta que nos extraña, a mí y a mis hermanos, pero que no supo ni sabe cómo hacer. Lo mató la separación, los cuernos que le puso mi mamá. Se colgó de su ego y ahí quedó, ahorcado en llanto, cada vez con menos voz. Y yo que vine a decirle que me hacía falta, que estaba dolida por su ausencia, me encuentro sentada delante de sus paletas quebradas y de su papada almidonada en rojo y pintas de seda negra pensando en cómo hacer para salvarlo. Y entonces cuántos eran, le pregunto, ¿diez años, pa? Bueno, tendrías que engrosar el índice de sonrisas y disminuir el consumo de noticiero. Y se ríe. Empezamos bien, le digo. Pero él enseguida vuelve con eso del fracaso. Me equivoqué tanto, susurra y yo le digo bueno, sí, ese índice también crece con los años. Yo por ejemplo de los 5 a los 15 me equivoqué al 10 por ciento, y de los 15 a los 25 trepé a un 20 por ciento con picos de 23. Vuelve a reírse y mientras lo veo sorber un trago de vino y pitar su decimo quinto cigarrillo del día, pienso en lo injustos que somos a veces los hijos que pretendemos que nuestros padres nos desaten los nudos que nos abrocharon, como si ellos no tuvieran los suyos, sus tijeras ya derretidas en vaselina y la limosna que le dejan los años revolviéndoles los jugos de lo que ya nunca más -porque se acaba, se va- podrán colar.

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