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Atún rojo

Publicado el 24 febrero 2010 por Sergiodelmolino

Estoy divivido. Por un lado, sé que no está bien, que bastante daño hemos hecho, que tienen razón los que piden el final de esta voracidad homicida. Pero, por otro…

Quieren prohibir el comercio del atún rojo.

Sí, han sido masacrados, la especie está al borde de la extinción y, lógicamente, no se pueden criar en cautividad (se necesitaría una piscifactoría del tamaño del océano Atlántico). La sensatez y el tibio brote de conciencia que intenta no apagarse en mi cerebro dicen claramente que sí, que hay que acabar con esto.

Pero… Joder, qué putada, de verdad. Al cocinillas morroputa que llevo dentro le quitan uno de sus placeres.

¿Surgirá un mercado negro? ¿Habrá camellos de sushi que nos vendan dosis por las esquinas?

Antes de que pasemos a la clandestinidad, hagamos un marmitako. El mío es así:

Lo primero, hay que agenciarse en un sitio de confianza un generoso trozaco de atún rojo (a finales de agosto y en septiembre, a ser posible, ahora estamos fuera de temporada), cortarlo en dados de tamaño medio y marcarlo en una cazuela con un poco de aceite de oliva a fuego fuerte. Sólo hasta que se dore y se quede sellado, no se tiene que cocinar por dentro.

Con la piel y las espinas -si las hubiere- preparo un fumet tostado (se saltean sobre poco aceite y, cuando estén doradas, se mojan con agua y se añaden unas verduras: apio, puerro, unos dientes de ajo y sal).

En la misma cazuela donde he marcado el atún, y con el mismo aceite -añadiendo un poco si se requiere- rehogo a fuego medio un sofrito que lleva cebolleta, puerro, apio, pimiento verde y pimiento rojo. Cuando está blando, echo un saludo de brandy y dejo reducir (no flambeen, por dios, a no ser que sean franceses del siglo XIX: recuerden que este plato es vasco y no conviene afeminarlo con tontadas gabachas). Añado una generosa carcajada de vino blanco y dejo reducir igualmente. Remojo a conciencia con el fumet -colado a conciencia tras hervir entre veinte minutos y media hora- y lo llevo a ebullición. Entonces, añado unas patatas nuevas tronchadas y dejo que se hagan a fuego medio-bajo descubiertas, para que el caldo reduzca y espese. Cuando las papas están a punto de hacerse, a falta de un par de minutos, añado el atún, apago el fuego y dejo que se termine con su propio calor, corrigiendo el punto de sal si corresponde (yo siempre tiendo a quedarme corto al principio y añado al final lo que le falta). El atún tiene que estar sonrosado, con un punto crudo en el centro, y dorado y alegre por fuera. Tengan en cuenta que el sabor a pescado del guiso no lo aporta la cocción del atún, que es delicado y se echa a perder si lo abrasamos demasiado, sino el aceite que se ha tostado al marcarlo y el fumet con el que se ha cocinado, que concentra la sustancia atunera.

Acompañen con un txacolí -o incluso con una sidra natural-, un Ribeiro gallego o un buen vino blanco seco sin aguja.  Y si no lloran de emoción, es que no son humanos.

Díganme si es o no una pena que nos quiten estos placeres.

Nos sale peor -empleo el plural porque incluyo aquí a Cris, los esfuerzos por perfeccionar este plato son comunes- el tataki, pero también pueden intentarlo:

Agénciense un buen y jugoso trozo de atún rojo. La pieza entera, sin cortar. En una fuente, mezclen una ruidosa cascada de zumo de naranja -exprímanlo ustedes mismos, no lo echen de bote, tíos vagos-, una razonable cantidad de salsa de soja, una pizca de esa mostaza japonesa de nombre wasabi y, si gustan, un arrumaco de vinagre de Módena. Admite también sus buenas hierbas: un breve toque de cilantro, un roce levísimo de eneldo… Y una generosa rociada de pimienta negra recién molida. Cuidado con la sal, que la salsa de soja ya la lleva en buena cantidad. Unten y sumerjan la pieza de atún en esa olorosa mezcla y déjenla marinar en la nevera toda la noche. Doce horas o más. Cuanto más tiempo pase, más potentes e integrados estarán los sabores.

Saquen el atún, que ya no será mocito y habrá perdido la virginidad en tan sabrosa compañía, y sobre una plancha bien caliente, márquenlo con esa gracia que ustedes tienen. Sellen todos los poros y creen una costra dorada, pero procuren no cocinar el interior o estropearán el plato. Sáquenlo, lonchéenlo con un cuchillo de trinchar y gocen como putas en celo del marqués de Sade, acompañándolo todo de un poco de wasabi y de salsa de soja. Se come frío, o mejor tibio, con un suave contraste de temperatura entre el exterior que ha tocado el fuego y el interior aparentemente crudo -no lo está, ha marinado-. El vino, un Albariño. O una cervecita ligera, sin mucho cuerpo.

Corran, gocen, antes de que se acabe para siempre.



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