El cerebro tiene una curiosa forma de enredar y desenredar los recuerdos.
Yo los imagino en una gran sala repleta de ficheros, cada uno en su carpeta, numerada y archivada por orden cronológico-alfabético, y custodiados por un bibliotecario que, cuando deseas recurrir a alguno de ellos, corre a desempolvar de la maraña de cajones y carpetas el expediente correcto. Me gusta pensar en ese bibliotecario, un tipo tan viejo como yo, que vive entre los pasillos de su palacio de cajones dormitando en una silla apoyada sobre dos patas contra la pared de mi memoria, atento por si alguno de sus becarios requiere de su sabiduría. Para lo más sencillo cuenta con pequeños ayudantes que le hacen el trabajo, recuerdos sencillos del día a día, los que se archivan en los primeros ficheros de cajones: no tocar el fuego, funcionamiento del móvil, quiénes son los que nos rodean,… las operaciones básicas de recuerdo-reacción básicamente. Y mientras él descansa en la sombra de su imperio de recuerdos con la apariencia de un vagabundo perezoso al mismo tiempo que su oído está atento a la mínima llamada de atención.
Normalmente cumple su cometido con eficiencia, pero a veces el tipo se excita y acude respondiendo a estímulos que no estaban destinados para él, un perfume, una canción, una voz, cualquier nimiedad lo hacen levantar y correr por sus pasillos de cajones cargados de mis recuerdos para volver armado con un expediente que nadie le había pedido, le sopla el polvo acumulado en las tapas de la carpeta y me lo mete en primera línea de mi pensamiento.
Y ayer, sin ir más lejos, me lo hizo mientras disfrutaba de una versión de Aida de Verdi en la televisión, después de haber pasado un día magnífico de Navidad rodeado de la familia, y tras quedarme solo en mi sofá con la única pretensión de gozar de una paz arrebatada durante un día tan señalado.
Sonaban las fanfarrias de Aída cuando mi querido bibliotecario se despertó de golpe y me trajo un expediente archivado en el año 1996, concretamente en el día 19 de octubre de 1996.
Cuando era más joven siempre tuve curiosidad por saber cómo sería vivir fuera de Cataluña, qué sería viajar y vivir en otro país, otra cultura, otro idioma, saber si tendría la capacidad de sobrevivir, de adaptarme y crecer fuera de la protección de lo cotidiano. Sin embargo el grupo de amigos que tuve en esa época eran más de viajar a pie por distancias no más largas que las que iban desde la pequeña tienda de ultramarinos de mi pueblo hasta la plaza en la que nos tomábamos las cervezas de litro que habíamos conseguido comprar uniendo las pagas semanales de todos nosotros, así que poco a poco esas ganas de conocer fueron sucumbiendo bajo litros de cebada fermentada y conversaciones “adolescentebanales”, como también sucumbieron entonces otras ambiciones que me hubieran hecho ver en el grupo un tanto ridículo. Por fortuna la lectura siempre fue algo tan íntimo que ninguno de mis amigos supo jamás a qué dedicaba las horas post-litrona, consiguiendo no dañar mi imagen pública de delincuente juvenil poco ilustrado. En esos descartes cayeron mis ganas de aprender a escuchar música clásica y ópera, sustituidas por acordes electrizantes de guitarras heavy metal que esculpían mucho mejor mi coraza de tipo duro, así como otras renuncias del estilo que no tenían lugar en un grupo de adolescentes pre-delincuentes.
Por fortuna la vida me sonrió, dejé atrás todo eso, conocí gente diferente y a la que fue mi compañera durante algunos años. Una persona que me hizo resurgir muchas de estas necesidades enterradas entre las que se mantuvo siempre minimizada y anhelante, el deseo de vivir fuera de Catalunya.
Recuerdo que hablaba con mis amigos de las ganas de comenzar una vida con ella, irnos a vivir juntos y estas cosas que pasan cuando las relaciones comienzan a asentarse, hasta que un día, después de un partido de fútbol, uno de mis compañeros me asaltó con esto:- ¿Tanto la quieres? – me preguntó Miguel Ángel, nuestro portero, armado de una seriedad que no le conocía.- Sí – contesté convencido mientras aplicaba champú a mi cabello.- ¿Cómo para dejarlo todo y marcharte a dónde te pidiera? – la pregunta me tomó totalmente desprevenido, jamás pensé que en un lugar como ese alguien me hiciera una pregunta de tan difícil respuesta.
No respondí hasta el cabo de unos minutos, justo cuando nos marchábamos para casa y le dije que sí, que me iría a Australia sólo con que ella me lo dijera. Durante un par de semanas apenas pude quitarme esa cuestión de la cabeza. Me habría ido a Australia sin dudarlo, o a la luna, donde me hubiera dicho, pero, ¿y ella, querría ir conmigo? La duda no era tan existencial como física, ya que yo me sentía más entusiasmado por la posibilidad de marcharnos de verdad que de saber hasta dónde alcanzaban nuestras cuotas de amor.
No había más remedio que plantear la cuestión…, y todo el mundo sabe que una batalla bien preparada tiene más posibilidades de ganarse que una batalla improvisada, así que comencé a elaborar un plan.
Por aquellas fechas se iba a presentar en Barcelona una ópera a lo grane, Aída, de Verdi, en un palacio de deportes con aforo para ocho o diez mil personas. Un montaje brutal, con elefantes, caballos, miles de extras, un escenario gigante, y una representación de la que no paraban de hablar radios y periódicos locales, así que compré las dos mejores entradas que pude pagar, aproximadamente la mitad de mi sueldo mensual, e invité a mi compañera a ver Aída.
Las casualidades de la vida quisieron que esa representación fuera en sábado, sobre las nueve de la noche, y que yo tuviera partido ese mismo día en la tarde, así que no pude evitar el pavoneo ante mis compañeros de equipo al mostrar las entradas de tan magno acontecimiento, ni de advertir a Miguel Ángel sobre mis intenciones finales esa noche.
Jugamos, no sé si perdimos o ganamos, me duché, me vestí con un traje elegante de hilo que ella misma había escogido meses atrás, y que me costó las chanzas del equipo, y me fui a buscarla. Impresionante, como siempre (éramos tan jóvenes que siempre estábamos impresionantes) bajó y nos fuimos a Barcelona, a unos cuarenta y cinco minutos de camino en los que mi excitación era absoluta, pero la ignorancia es un enemigo terrible, y por culpa de la mía no se me ocurrió pensar que una ópera duraba tres o cuatro horas, y que no tendríamos opción de cenar si no era antes de la representación, así que nos presentamos los dos en un palacio de deportes armado de sillas hasta la bandera, con miles de personas y sin un maldito puesto de perritos calientes donde saciar nuestra hambre. La representación comenzó un poco tarde y acabó de madrugada. Fue terrible, desde nuestra ubicación se escuchaba mal, aún a pesar de ser de las entradas más caras, tanta gente en el escenario, tigres, animales, extras por doquier, lo único que hacían era distraer la atención, las sillas eran plegables de madera, incómodas hasta la desesperación, y el hambre y la sed nos tenían sumidos en una profunda angustia que no había manera de solucionar.
Poco a poco las voces portentosas de los intérpretes fueron minando, como un martillo percutor sobre el asfalto, mis intenciones postreras y la pregunta quedó en el aire. Nunca se la hice.
Salimos aliviados de la representación, con más hambre y sueño del que podíamos soportar, y nos fuimos a buscar un lugar en el que saciar, como mínimo, la primera de las necesidades. No recuerdo si lo encontramos o no, mi bibliotecario no ha sacado más papeles, pero nunca supe si hubiéramos emprendido ese viaje, ni qué nos hubiera deparado. Tampoco supe nunca si hubiera venido conmigo, ni si yo hubiera tenido el valor real de irme con ella. Pero fuera como fuera estoy sumamente agradecido a mi amado bibliotecario por regalarme perlas como ésta en días tan importantes como ayer.