Díganme que no sienten un viento fresco, una invitación a caminar. Díganme que no les llega el silencio imperturbable de los trajeados, con sus cabezas llenas de crisis y superávits, hechos del mismo material de sus torres altísimas y sus calles infinitas. Díganme que no los invade, una colina plácida que los aísla del tráfico y los ruidos de la ciudad. Díganme que el ambiente no está teñido por una pátina dorada, una capa de amarillo nostalgioso. Díganme que los árboles semidesnudos y la alfombra de los parques no llenan a uno de unos deseos melancólicos de recuerdos de una imprecisión dolorosamente bella.
Díganme que no oyen el sonido de una voz y el sonido de una trompeta, indisolubles, añejos, perfectos, como una vieja placa de 78 rpm. Díganme que no les llegan por caminos misteriosos los olores de un puerto que no logran divisar, con sus marineros, con sus gaviotas, con sus bares, con sus sombras. Díganme que es una locura mía, que no es más que una canción.
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