Con esta confesión personal quiero decir que las personas avanzamos y nos superamos aunque a veces algún vache inesperado en nuestro camino hace que caigamos de nuevo en nuestros propios miedos. Y si eso nos pasa a los adultos, seres (aparentemente) formados y desarrollados, qué no puede pasar por la pequeña cabeza de nuestros hijos en constante ebullición y asimilación de hechos y sentimientos.
Este verano iniciamos la temposada de piscina con gran entusiasmo. Habíamos terminado el verano anterior con Bebé Gigante tirándose de bomba y nadando arriba y abajo sin parar mientras Pequeña Foquita chapoteaba como loca en los brazos de su padre. Nos las prometíamos felices el primer día cuando tuve la desagradable sorpresa de ver cómo mi hijo se quedaba petrificado en las escaleras incapaz de sumergirse ni tan siquiera hasta las rodillas. Miedo, temor, pavor, cualquiera de estos calificativos son buenos para describir aquella situación.
Hemos necesitado muchos días sentados en la escalera para que al fin decidiera disfrutar del agua como lo hijo el año anterior. Estoy convencida que algún comentario, imagen o lo que sea ha hecho que mi hijo tuviera una de esas cosas que llaman regresiones. Podría explicar otras muchas como que ha vuelto a reclamarme a su lado a la hora de dormir o que Pequeña Foquita hoy disfruta como loca de su muñeco bailarín y mañana huye de él despavorida diciendo que le asusta.
Y a mí, sinceramente, esos "pasos hacia atrás" en su evolución no me preocupan pues pienso que son fruto de su propia evolución aunque suene contradictorio. Los niños no son máquinas, son seres humanos, y como tales, tienen miedos que con cariño y paciencia, podemos ayudarles a superar.