Anochece sobre el escenario y me entra sueño. Focos tenues se corresponden con las candelas que ahora portan los personajes. La escena cómica nocturna se precipita: desencuentros, portazos, gente que entra y sale, un vodevil entre las sombras. Todo el público rompe en carcajadas. Todos excepto yo, porque me estoy durmiendo.
Me arrastra la noche de la ficción. Son mis ritmos, unas costumbres férreas. Pasa un buen rato hasta que la acción va remansándose, los actores hablan más bajo, más despacio, y el público se calma con ellos. Vuelve la luz, está amaneciendo. Los focos se proyectan de forma progresiva sobre una escena que va vaciándose. Me avisan, simplemente, que es de día. Comienzo a despertar.
El telón cae, marcando el entreacto, y yo me quedo ahí, en un lugar que no es la realidad ni la ficción. Con mi despertar jubiloso y una atención para qué o para quién, para nadie, para nada.