Las alas de la grulla se transmutan en neumáticos y volantes, sus plumas en cabellos y faces. Cuales avefrías, ánsares o golondrinas, los que antaño habitaron, vivieron, o simplemente, gozaron con, o en, el pueblo vuelven a sus tierras inundando de vida a un rincón, algo desierto en invierno. La magia del lugar cidiano hace que cada año vuelvan padres y polluelos, vínculos que en un momento fueron de sangre, cada vez se van difuminando más en lo genético, sin que por ello dejen de venir, cada año, más y más gente.
Ese patriotismo que a la grulla le hace ir de Norte a Sur, de Escandinavia a Gallocanta, se repite entre los anguiteños que abandonan Barcelona, Zaragoza, Valencia o Madrid en busca de su pequeña tierra celtíbera. La regularidad de ambos cauces vivos es proverbial, sorprendiendo a propios y foráneos que, pudiendo quedarse quietos, estas aves y gentes recorran kilómetros por el premio de poder reposar, gozar, en las alturas de la serranía. ¿Serán los cantos del abejaruco, o los vuelos, ahora imaginarios, de la cigüeña?
En un tiempo de tecnología y servicios públicos, a Anguita ya no llegan parturientas apuradas. Los nacimientos brillan por su ausencia, en contraposición a las idas y venidas de los niños, desde muy temprana edad, por las calles del pueblo. Por la Ramón y Cajal, la Umbría o el Desengaño, siguen yendo pequeñas bicicletas de dos o cuatro ruedas. Los padres no tienen motivo para la preocupación, siendo los chiquillos capaces de acercarsea un río que, en sus respectivos lugares habituales, les estaría vedado. El contacto con la “realidad natural”, con las raíces y el pasado de cada cual es mucho más intenso que en cualquier granja-escuela.
Cierto es que los símiles entre aves y demás animales de dos patas no se reducen al moverse por motivos no siempre explicables. Si la mentira de la “aviar” pudo haberse propagado por acción de los flujos migratorios de los pájaros, no menos cierto es que los urbanitas automovilizados también traemos pestes, en este caso, bien reales: residuos y demás guarradas tras largas noches de orgía musical, ruidos similares a tractores (sólo que en este caso para el ocio y no la labranza), trampas y demás mecanismos contra “alimañas”, químicas y residuos que pervierten lo bucólico, latas mal tiradas durante paseos y excursiones, e incluso alguna ceniza de fuegos temerariamente invocados.
Pese a todo, la migración sigue siendo una necesidad, una fuente de vida, para el pueblo, y aún más, para quienes la practican. Es una lástima que grullas y caravanas no coincidan en el tiempo. Unos y otros quizá pudiéramos gritarnos y compartir vivencias nómadas, hablar sobre esa fuerza dinámica, e inexpugnable, que es el “beneficio de ser anguiteño”.