Por Alicia Ferrera
Al acercarme al fregadero esta mañana, dispuesta para preparar el mate del desayuno, noté con estupor un pequeño desfase de orden físico: estaba un poco más lejos de lo habitual. Puse la pava en el fuego y obtuve la misma sensación de estirar el brazo un poco más que ayer.
Uno está acostumbrado a los gestos mínimos del cuerpo y nota cualquier anomalía. En el baño, frente al espejo, constaté que este fenómeno no se circunscribía a la cocina. De modo que me acerqué hasta tocar el borde del lavabo con la pelvis. Indudablemente, me rozaba en la cadera, más abajo que de costumbre. Uno o dos centímetros son suficientes para la alarma. Pensé: No puedo haber crecido durante la noche. Y aun así, me medí con la cinta métrica, acostada en el suelo del salón. Efectivamente, uno con sesenta y tres seguía siendo mi altura, aunque estuviera en horizontal. ¿Un fallo del cerebro? Lo descarté en seguida. Si soy capaz de percibir este suceso con precisión es que mi cerebro funciona bien. Inclusodemasiadobien. De modo que resta una última alternativa, que me apresuro a compartir con amigos y geólogos: la tierra se está hundiendo. Ignoro aún las consecuencias de este fenómeno, pero es mejor prepararse por si el próximo abrazo nos lo tenemos que dar en Nueva Zelanda.
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