Revista Talentos

Azoteas #19

Publicado el 21 junio 2012 por Cefiro

Me reencuentro en la azotea conmigo mismo pero también con éste “yo” mermado que soy después del proceso Mesa de entrenamiento #. Con la cabeza perdida entre las olas de un mar cuya existencia sólo parece cobijar miedos, busco vaciar el contenido que no encaja, soltar lastre para poder elevarme y volver a la independencia, al juego primitivo igual que  el niño vestido de domingo que se revuelca por la mierda sin importarle ninguna otra cosa más allá del juego. El juego sobre todo lo demás. Lo más importante siempre. Y para ello, entre otras cosas, me sirvo del último libro del super-reseñado Alberto Olmos. Tengo con el segoviano una sensación parecida a la que me provoca Andrés Barba. Son autores que parecen creer en el arte llevados por una fe ciega y, lo que puede ser peor, autoimpuesta, que les hace crecer de manera confinada, orientada de antemano. Algunos artistas creen en el arte mientras otros huyen de él. Son, sin duda, dos caras de la misma moneda que difieren fundamentalmente en la carga de aventura que conllevan sus filosofías. Los segundos tienen como premisa que el arte no es principio ni fin de nada ni tan siquiera mecanismo. Sólo lugar de paso. El corazón que se instaura en el arte no late y por tanto no es posible avanzar como artista, como auténtico creador. El arte es un camino que se va haciendo al andar, con el movimiento y el cambio, con la búsqueda constante de explicaciones a la trasposición de preguntas. Y es en esa trashumancia donde el artista alcanza la verdadera posibilidad de inventar y conmover porque es entonces cuando se llega a ningún sitio. A esa soledad bien o malentendida, da igual. Alberto tiene la capacidad, si no de diluir sus grandes ideas, sí de apartar al lector de ellas arrastrándolo hacia otros ramales secundarios que poco o nada tienen que ver con estas. Alberto gusta de marcar distancias, de poner tierra de por medio entre lo importante y el lector. Con habilidad y destreza traza un mapa del tesoro no demasiado complejo y sí lo suficientemente intuitivo como para mantenerte enganchado a la trama. Es como en un strep-tease, como quedarte a medias. Alberto Olmos es un calientapollas en este sentido. Pero su juego funciona. Y muy bien. Andrés Barba, en cambio, es un galán, un seductor por lo que de gran imitador tiene. Ciertamente todos tendemos a la emulación pero Andrés además parece; casi borda tanto el contenido como la forma, más ésta última, y digo casi porque sus modelos son todos gigantes: Pavese, Nabokov, Faulkner… demasiado para Barba quizás, que también nos deja a medias, aunque en otro sentido muy distinto a Olmos pues el madrileño enseña sus cartas desde el principio en un juego mucho más directo aunque -qué contradicción- más lírico que Olmos. Barba no trata de inventar nada. Él no tiene secretos ni tesoros ni mapas que conduzcan a nada. Su discurso es que no tiene discurso -al revés que Olmos- y sus páginas suceden en un terreno ajeno al tiempo o más bien, a la modernidad. Barba trata las grandes cuestiones desde las pequeñas. Como los grandes, igual. El problema es que grandes grandes… hay muy pocos. Hay un aspecto, por otro lado, donde Olmos se desvirtúa en demasía y que es el mismo que ha afectado desde siempre a los músicos en general y a los cantautores en particular: el compromiso del artista con los problemas sociales; esa dedicación tranquilizadora de conciencias que lo único que hace es restar y dirigir ese arte hacia lo humano, hacia lo que inventamos alejándolo de su ubicación etérea y natural que lo desarticula todo, lo cambia de lugar, lo emborrona o a veces incluso tacha. De esa manera el invento hace su camino llegándose a hacer real, pero nunca verdad. Por tanto volvemos los hombres siempre a la mecánica, al querer manejar, al inventar modelos con los que adivinar qué va a pasar, máquinas que no nos hagan sombra y que siempre podamos matar moviéndonos de un extremo a otro de la cuerda sin poder salir del rompeolas que nos tiene a merced de esa mar que -ya lo he dicho- tan sólo cobija miedos.


AZOTEAS #19

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