Revista Talentos

Azoteas #20

Publicado el 26 junio 2012 por Cefiro

Hay millones de puntos de luz. Puedo verlos desde aquí. Están todos a mis pies como un manto indescifrable que guarda los secretos de la ciudad. Cada diminuto puntito alberga una historia de luces y de sombras que puedo imaginar, elucubrar e incluso solapar o mezclar sin tener la menor idea. Puedo descubrir la realidad que cobija la noche y sin embargo no conocerla porque desde aquí, desde las azoteas, se descubren cosas tan intrascendetes o interesantes como por ejemplo la de hoy, en que he comprobado que puedo ver la terraza de mis vecinos desde arriba sin que ellos me vean. Tienen una alberca a medio camino entre un gran jacuzzi y una pequeña piscina. La mujer no me gusta pero podría -si quisiera- verla bañarse en pelotas, tomar el sol con el chichi al aire desde mi posición o… pero ya digo, ella no me gusta. Aunque no puedo negar que la situación me pone, me olvido y me centro en las pocas páginas que me quedan para terminar el libro de Richard Ford. Cómo lo siento, porque lo he disfrutado mucho. El americano es mi alter ego demasiadas veces, más que por lo que cuenta, por cómo lo hace, claro. Pienso que necesito el tono de Ford para mi novela mientras veo que por encima de los edificios, la electricidad de la ciudad parece una fiesta elegante en el negro cielo. He ahí la relatividad. Sin fondo, esas luces no serían nada. Sin la noche o el cuerpo que la sostenga. Es el encanto de la urbanidad. Lo poético de la urbanidad. Menuda mierda. Echo de menos caminar por el campo. Caminar juntos. Hace tiempo que no lo hacemos, no sé por qué. Por el calor supongo. O sales temprano o mejor no sales. No salimos entonces. Y lo echo de menos. Hemos descubierto algunos parajes realmente bonitos este invierno pasado. Caminar ayuda a pensar. Es indudable. Y si vas acompañado ayuda a conversar, invita al diálogo en medio de una naturaleza que no puede hacerlo o lo hace de otro modo muy diferente. El diálogo es la base de la comunicación y ésta el soporte de cualquier relación. Y no estoy hablando de amor o no sólo de ello. Pasa también con los amigos. La quietud de la noche de verano -ya se puede decir- de la luz que descansa a estas horas, me inflinge su veneno adulador, me hace más débil, más bueno, más dócil o tonto; me fijo en la calle de abajo. Junto a los bares, videoclubs y asaderos de pollos hay una pareja de municipales que aguardan en su coche parado con las ventanillas bajadas a que los malos actúen mientras no le quitan ojo a las niñas de dieciocho que compran alcohol y tabaco para celebrar el fin de exámenes. Ha terminado la selectividad. Yo también la hice no hace tanto y también salí aquella noche. Aún no la conocía pero pensaba en ella a través de eso que llaman multiplicidad porque todo el mundo tiene un estereotipo, un prejuicio sobre la mujer que puede o quiere amar. Luego viene el tiempo como un coche sin frenos, que en esos dieciocho parece tan lento, y te sobrepasa lanzándote hasta hoy en el que como para casi todo ya es demasiado tarde. Los polis están dispuestos a no ceder frente al que se salte el semáforo o exceda el límite de velocidad pero los chicos quieren diversión, que cantaban los mallorquines La granja. Y tampoco van a ceder. Un chico protege a otro mientras éste hace derrapar la rueda trasera de su moto. Me gusta, de esa época, hasta donde llevamos el concepto de amistad. Con la amistad lo renocozco, soy demasiado hermético; la valoro pero no sé cultivarla. Intento en algunos casos demostrar una cierta continuidad de mi presencia en las vidas de mis amigos tal vez en un afán egoísta de permanecer para ellos, de estar vivo en ellos. Quedar los jueves por definición, a tomar café tres veces en semana… ese tipo de cosas que mantengan la llama… considero importante el trato directo, como en el amor. Tengo amigos, sobre todo de la infancia, amigos que fueron los mejores. Teníamos gusanos de seda y con ellos me iba a coger morera por las tardes después del colegio, con ellos vi mis primeras revistas porno o pegué mi primer puñetazo, en fin, con ellos hice la gran mayoría de cosas que no se pueden olvidar jamás. Sé que están ahí para lo que los necesite pero la distancia hoy es enorme, es un cañón, un abismo cada día más insalvable, y nadie quiere; si alguno de ellos leyera esto no lo entendería ni tendrían por qué pero es así. Poco a poco vas diferenciándote en gustos y en intereses, en cómo quiere cada uno invertir el tiempo y llega un día en que no tienes nada que ofrecerle al otro, que todo está dicho y entregado. Es así de triste la amistad. Como el amor, están sobrevalorados. Como las carreras universitarias o las pollas largas, que decía David Trueba. Esa así. Es una putada. Luego los ves por ahí y te paras, preguntas dos cosas y adiós. Nos llamamos, quedamos, ¿eh? sí ,sí, sabiendo que no otra vez, como con las parejas de la mesa de entrenamiento. Todo a pesar de la soledad. Es una incongruencia todo. La vida y nosotros, que a fin de cuentas somos lo mismo porque todo converge al modo de los puntos de luz de la ciudad que se curvan por el sueño. Unos sobre otros se apilan hasta que los pierdes de vista. También los municipales, Ford, los vecinos de la piscina, los chicos, los amigos, el tiempo, la vida.


AZOTEAS #20

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