Backstage

Publicado el 15 noviembre 2009 por Onomatopeyistas

La banda sonora en sus pequeños detalles había sido lo que aquel tipo había compuesto en los últimos 20 años. Sus viajes en coche y ventanillas bajadas estaban acompañados de sus letras y música. Sus canciones le hacía creer, en las noches heladas, que protagonizaba el video clip de un ser melancólico. Aquel tipo al que tanto admiraba sabía tocar las teclas que ninguno tocaba. Era un amigo íntimo, ese que siempre te escucha, te entiende y acierta en cada una de sus frases de respuesta.

La admiración que él sentía por ese cantante era algo demasiado extraño. Había llegado al punto de no saber apreciar si sus canciones eran buenas o malas. Simplemente todo le parecía perfecto, en su justa medida, aunque la pista fuera un audio sin volumen.

Guardaba las entradas de cada uno de los conciertos a los que había ido en una lata antigua de Colacao, donde también almacenaba los viejos recuerdos, los tickets de los museos y las entradas de cine. Aquella noche volvía a tocar en el teatro de las butacas rojas y las luces de billar.

En un tiempo fue solo a ver las canciones. En un tiempo aquel hombre era la persona que cantaba al desamor y la melancolía de las habitaciones ventiladas. En un tiempo. Ahora era el hombre que componía escenas compartidas, que cantaba a las chicas que hacían autostop. Y él conoció a su chica en la carretera, entre guanteras, frenos y asientos traseros.

Aquella chica le había acompañado a sus dos últimos conciertos. Ella también se había empapado de su música hasta quedarse calada y jugaba a cantar las frases que le venían a la cabeza. Un concierto íntimo y solitario, con armónica, guitarra y un piano. Con la voz saliéndole como el viento que sopla en las cuevas, irregular, intermitente, desafinado. Pero con el corazón encima de la mesa. Y tocó, tocó y tocó, hasta perder el aliento.

Se apagaron las luces de billar y aquel tipo solitario se acercó hasta el borde del escenario. Se agachó, se llevó una mano a la espalda y otra al pecho y saludó al público agitando una mano. Luego se marchó.

El chico y la chica fueron al backstage. Los discos de su estantería estaban todos desnudos, sin firmar, sin un gracias ni un saludo. Sin ropa y recién salidos de la tienda, con cientos de escuchas. Él fue y le pidió una firma. El otro accedió. Ella esperó un rato y después se animó a que le firmara el único disco que tenía.

El artista se le quedó mirando con los ojos entreabiertos de un madrugador. Le dijo, "ey, ¿cómo te llamas?", y entonces ella empezó a mover las mandíbulas, hablando sin parar. Desde la distancia, se le notaba nerviosa y entusiasmada. Se tocaba el pelo y el cantante le tocaba en el hombro. Él le hacía una broma y ella se reía aunque no le hiciera gracia.

Él estaba en una esquina, orgulloso de que su chica pudiera conocer al cancionista que le había llenado los estantes vacíos de sus noches en vela. Aquel era un tipo excepcional, una persona única. Poseía la capacidad de que la gente creyera que sus canciones habían sido compuestas especialmente para el que las escuchara. Tanto que al día siguiente, su novia lo dejó por él, hizo las maletas y continuó con la gira.

Imagen: Daniel Rivas


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