Revista Literatura

Bailarina

Publicado el 27 febrero 2020 por José Ángel Ordiz @jaordiz

Delante de la vivienda de las buganvillas, al borde de la atalaya, solía bailar la hija de don Aurelio. En julio y agosto, cuando sus padres llegaban de la capital, donde ella estudiaba en un colegio de monjas, para veranear en este pueblo de pescadores de bajura. Un varganal protegía a la bailarina del peligro, del acantilado, y ella, rojos el tutú y la malla, como el color de las buganvillas incendiadas por el sol que trepaban por la fachada de la vivienda de dos plantas, danzaba y danzaba sobre una plataforma de madera circular que algún carpintero, según las órdenes tajantes del circunspecto don Aurelio, había dispuesto para ella, apenas apoyadas las puntas de las zapatillas blancas en la pulida tarima como si su cuerpo estuviera hecho de aire, cuánto cielo en los ojos, cuánto amanecer dorado en la melena al viento. Aquí le traigo el pescado de mi padre, don Aurelio. Asentía el enteco empresario de fino bigote, sentado en el poyo de la vivienda de la hermana, y enseguida se desentendía del muchacho y volvía a contemplar aquel baile etéreo. Su hermana, Asunción, enemistada con el mundo tras ser burlada en la mocedad por un donjuán, sí vivía el año entero en la casa de las buganvillas. Era ella quien le pagaba al joven embelesado, al Celso que ya tenía que irse de allí, alejarse de la bailarina, bajar al pueblo sin nada en las manos pero con mayor peso que al subir por la estrecha carretera más aromatizada por los eucaliptos en su ascenso soñador que en su realista descenso.

¿En qué piensas tanto?

Celso le contesta a su hermano gemelo, a Pascual: En nada.

2

Refulgía el mar en calma; allá, lejos, la costa. La pistola, entonces, en manos de Pascual, esa pistola con silenciador, Cómo pesa, que Rosalía les había entregado; en manos de Celso, entonces, Ya lo creo que pesa, los dos patos de plástico amarillo. Cómo espejeaba, sí, el mar a babor y a estribor de la pequeña embarcación de pesca a la deriva, apagado el motor, soleada la mañana estival, mínima la brisa norteña.

Sin padre ni madre ni otros hermanos, solteros, cincuentones recientes, menudos, morenos, rapado el pelo, cubiertas las cabezas con sendos gorros de lana negra, de varios días las barbas entrecanas, Celso vería mejor cuando lo libraran de las cataratas y Pascual oiría bien cuando adquiriera los audífonos apropiados.

Ante ellos, el fin de semana pasado, la pericia de Rosalía, la mujer de Mel, en el manejo de armas de fuego: sacó la pistola automática de una bolsa de cuero marrón que tenía escondida en alguna parte de su piso en la capital y en un instante introdujo el cargador en el hueco de la culata y acopló el silenciador y extendió el brazo y dirigió el ampliado cañón, firme el pulso, contra la pantalla del televisor apagado. También les entregó un revólver, Por si acaso, y munición en abundancia, Tenéis que practicar.

¿Tiro un pato?, preguntó Celso. Juntos los pies delante de un imbornal, apoyada la mano libre en la regala, la otra, la armada, la derecha, a la altura de la cadera, le respondió Pascual: No sé, Celso, no sé. Mudos los dos durante un rato. Tendrían que matar tres veces y carecían de la profesionalidad delictiva del primo Mel. Hasta la propia Rosalía, según les demostró, era más experta en delinquir que ellos. La voz recia, hace una semana, del Mel encarcelado: Por eso os acompañará, tan disfrazada como vosotros. Dudaron ante Mel como dudaban aún. Podrían ser ellos los que acabasen bajo tierra o bajo las aguas del mar, comidos por los peces descendientes de los que los habían alimentado y los alimentaban. Pero también era cierto que habían cumplido el medio siglo de vida y casi nada tenían, apenas la vieja embarcación y la casa vieja de sus padres, desde la que contemplaban a menudo la vivienda en venta de las buganvillas, tan hermosas como aquella bailarina del ayer en la memoria de Celso: qué inalcanzable, qué lejana pese a danzar tan cerca de él, dieciocho años tendría ella cuando don Aurelio dejó de veranear con su familia en este pueblo; mucho más tarde, hace meses, fallecida la solitaria hermana, venal desde entonces el predio, la propiedad que Celso y Pascual comprarían sin dudar con parte del mucho dinero del que les habló Mel. Entonces sí poseerían algo valioso, entonces serían ellos los que verían el pueblo desde arriba, desde lo más alto que podía verse.

3

Había aparcado el coche en la plaza de la iglesia y había preguntado a un chiquillo por los pescadores gemelos. Dudó el niño, señaló finalmente con el brazo. Celso le abrió la puerta de casa. No la reconoció al principio. ¿Quién es, Celso?, se interesó Pascual desde la pequeña sala donde estaba pendiente del televisor. Poco después, sentada en una butaca medio arruinada frente al destartalado sofá que ocupaban los pescadores idénticos, floreado el corto vestido, teñida de rubio, las gafas de sol sobre la frente, exclamó Rosalía: Dios, qué pobres vivís. Celso le contestó: Sacamos del mar más basura que pescado, esa es la verdad. El primo quería verlos, hablar con los dos. Pues que venga. No podía, de la cárcel no se salía así como así. ¿Está preso?, Un asunto de drogas, ¿Otra vez?, Otra.

Fueron a verlo la semana siguiente. Recia, sí, la voz de Mel y recio él, tatuajes en los brazos y sendos aretes en las perillas de las orejas. Les habló de una traición. Les habló de su venganza. Y les habló de lo que ellos, solo en ellos y en Rosalía podía confiar, conseguirían con su plan, en el que era fundamental para evitar sospechas posteriores al robo lo que el narco Pacheco ignoraba que él sabía, lo que él había descubierto por casualidad, de reojo, en el chalé del traficante. Lo malo es que tendréis que matar tres veces antes de pescar pasta gansa en el estanque con peces de Pacheco, ¿Matar?, Tres veces, ¿Pescar pasta en un estanque con peces?, Eso mismo, y no me digáis que no tiene gracia, pescadores, ¿Hablas en serio?, Para bromear no os necesito a vosotros, Pero nosotros..., Después lo pensáis, ahora vuela el tiempo de las visitas, Habla, habla si quieres, pero no cuentes con nosotros para matar a nadie. Había sonreído el primo de los gemelos.

4

Comían en el restaurante del hotel, recién llegados a la ciudad, Celso con bigote postizo, Pascual con una peluca de pelo lacio, cuando un hombre se acercó a la mesa esquinada que ocupaban y estimó con voz de mujer: Qué pintas. No habían reconocido en ese hombre que cojeaba ligeramente a Rosalía. Ella sí estaba bien disfrazada, mínima la cojera, apenas delatora de su pie maltrecho desde que, años atrás, la había atropellado un coche. ¿Qué tal nosotros?, Menos parecidos ahora, Además, vamos a usar pasamontañas, ¿no es así? Así era. Estaban en la ciudad del diablo Pacheco y sus múltiples ojos y toda precaución era poca. Por eso no había venido ella en su coche, sino en uno alquilado, en cuyo maletero estaban ya tres linternas y una escalera extensible de aluminio. ¿Practicasteis?, Disparará Pascual, yo no veo bien, De acuerdo, Cinco balas gastó antes de darle al primer pato flotante, y tres más antes de darle al segundo, No está mal, Yo disparé dos veces el revólver, no le di al pato pero casi, Simple precaución el revólver, ya lo sabéis, solo por si la pistola se atasca o algo así.

Un fortín, eso era el chalé del narco Pacheco, situado en un altozano en las afueras de la ciudad, con cámaras de vigilancia en los exteriores y alarma en el interior de la vivienda, altos los muros de piedra que rodeaban la propiedad y sueltos los perros por las noches, perros pitbull adiestrados para matar. ¿Serían pirañas las que nadaban en el estanque? La sonrisa de Rosalía ante la preocupación de Pascual, tan serio como el hermano. Si yo misma, de no tener el pie como lo tengo, me las hubiera arreglado sola, No sé, no sé, ¿seguro que no hay nadie?, Los sábados por la noche, los perros y los peces. El marido de Rosalía había entrado un día en el fortín de Pacheco y había visto por la ventana, mientras orinaba en uno de los baños de la primera planta del chalé, que el narcotraficante caminaba hasta el decorativo estanque de los peces de colores, sobre el que a su vez orinaba sin cesar un efebo de mármol, y luego introducía la mano en el agua y sacaba un maletín repleto de euros; mucho más dinero, seguramente, en la caja fuerte del chalé pero aquella pasta allí, en el exterior, escondida en el estanque él sabría por qué. Sacó del impermeable maletín varios fajos de billetes, lo cerró y lo depositó donde antes estaba. Veinte mil de aquellos euros le entregó después a Mel por los últimos servicios prestados.

Arrimaron los gemelos la escalera al muro de piedra, Rosalía de guardia en el vehículo alquilado, orillado en la carretera, junto a ella una de las tres linternas y las placas con la matrícula del coche, y por la escalera comenzó a subir el enmascarado y poco decidido Pascual. Venga, venga, lo animó Celso. ¡Los perros!, le anunció Pascual al hermano cuando él ya estaba sentado en lo alto del muro, una pierna dentro del predio y fuera la otra. ¡A la cabeza, apunta a la cabeza! Siete disparos silenciados en la noche silenciosa, tres muertes. A punto estaba ya de volver sobre sus pasos para informar de su fracaso, de que no encontraba el maletín, lo habría cambiado de sitio el tal Pacheco o el primo Mel habría visto visiones, cuando Pascual lo halló.

Ochocientos cincuenta mil euros contenía el maletín. Con un tercio en su poder se despidió de ellos Rosalía. Según lo convenido, no la verían más ni visitarían de nuevo al primo Mel.

5

Les ha tocado la lotería, eso han dicho en el pueblo, y han podido comprar la vivienda de las buganvillas. También han comprado una embarcación nueva, de recreo, en la que ahora pasean a turistas desde el puerto hasta el faro del cabo e incluso más allá. A Celso, sentado en el poyo donde se sentaba don Aurelio, ya le han limpiado los ojos y en las orejas de Pascual ya están acoplados unos audífonos del mismo color que su piel tostada, allá abajo el pueblo, más arriba de donde viven ahora solo el cielo y, a veces, las gaviotas. Pascual muerde una manzana, observa, pregunta: ¿Estás mirando lo que antes no veías? Al fin le responde el hermano: Estoy mirando lo que ahora no veo. Faltas aquí, ahí delante, siempre faltarás, tú, bailarina.

RELATO INCLUIDO EN EL LIBRO La vida y otras ficciones (Editorial Fleming, Barcelona, 2020)


Volver a la Portada de Logo Paperblog

Sobre el autor


José Ángel Ordiz 453 veces
compartido
ver su blog

Revistas