Cuando se vio encañonada con el revólver, pensó en sus hijos. En Gonzalo, estudiando arquitectura a muchos kilómetros de distancia, sin verlo desde su cumpleaños. En Esteban, probando suerte en España, porque en el país no se sentía seguro. Y especialmente en Adela, sumida a una cama, casi de forma permanente, por una enfermedad de mierda. Pensó en todos ellos y al mismo tiempo en nada. Porque la muerte no se permite coherencias, ni mucho menos, tiempo para administrarla.
Cuando la encañonó con la pistola, sintió que el miedo previo que tenía mientras esperaba afuera que saliera el último cliente, había remitido. Ahora tenía control total sobre el arma, los temblores y hasta sobre su timbre de voz, que rugía furioso diciendo palabras fuertes y dando amenazas certeras. Era dueño del momento, la mujer desprendía terror por cada poro y nada podía fallar. Sería dinero fácil para luego ir a lo del Checho y comprar un poco de pasta. Y si la mujer se resistía, le reventaría un par de tiros. Él tenía el poder, él podía. Era cuestión de accionar el gatillo, nomás.
Cuando el Negro sacó el arma y le apuntó a la vieja que atendía, sintió que un tigre escapaba de su pecho. Supo que eso quería hacer él apenas pudiera. Sentía la sangre hirviendo bajo la piel y la respiración entrecortada, casi de la misma manera que se había sentido la otra noche, con la pendeja del curso que lo venía buscando desde hacía un par de semanas. Aunque esto era mejor. ¡La plata, vieja de mierda, la plata o te quemo, la puta que te parió! decía su amigo, con los ojos desorbitados. Y eso mismo quería gritar él con toda la boca, pero en cambio, escuchaba, porque estaba aprendiendo. Sonreía con los ojos, deseando que el arma disparara de una buena vez.
Solo un fragmento, una imagen recortada del tiempo. Un instante que perdura una eternidad en la totalidad misma de la existencia. Y luego, la batalla diaria de la vida y la muerte. El grito, la amenaza, el disparo, la sangre, el caos. El nunca acabar. La violencia, la maldad, los extremos, los sin sentidos.
Adela nunca lo sabrá, mientras agoniza. Ya tiene bastante, pobre niña. Esteban se reprocha, en un país lejano, rodeado de un acento diferente que por un momento, le causa bronca. Gonzalo vuelve, estrechándose al dolor. Escucha una frase fraudulenta, que se repite en todas partes: la vida sigue.
El Checho le vende menos que la última vez, porque dice que ahora cuesta más. Eso lo disgusta. Aún tiene el fierro caliente. No le costaría nada sacarlo y poner las cosas en su lugar. Pero hay ciertas reglas y el Checho es el que manda. Algún día será él. Entonces acepta sin decir una palabra. Afuera lo espera su hermano más chico. Le sonríe al salir. El pibe tiene huevos. Lo está preparando para que salga bueno. Quizá en el próximo le ponga el chumbo en las manos. Quizá, aún no está seguro.
Mientras espera del otro lado de la puerta de chapa, evoca la secuencia. El disparo, la sangre, el cuerpo cayendo. Reprime una arcada y teme por un momento que el Negro estuviera saliendo justo para verlo flaquear. Pero el Negro sigue adentro, comprando pasta. Temblaba. Había creído que aquella sería un espectáculo, pero había salido horrorizado. Sin embargo, no podía decir nada. Era su destino. Y por lo tanto, tenía que afrontarlo. Cuando el Negro sale, estaba vomitando.
Se marchan entre callejuelas sucias, con paso rápido.
Bajo el mismo cielo, en lugares remotos, una familia llora.
Nadie entiende el por qué. A nadie más que a ellos, le importa.