Al fin termino la comida y me limpio la boca con la servilleta, como lo manda el protocolo, pido permiso para retirarme y lo hago despacio para no exhibir la ansiedad, pero al salir del comedor pego una veloz carrera hasta el ventanal de la sala. Abro las verdes y carcomidas ventanas de madera y me asomo al hueco de luz, para sentarme, muy coqueta en la cornisa frente a la calle. Intento obviar todas esas censuras e incomprensión de mi viejo y permito que entre el fresco viento por las ranuras de mi escote. En la angustia, comienzo a mordisquearme las uñas y súbitamente retumba el sonido mágico de mis días: ¡Tin-tin-tin-tin-tin-tin-tin-tin!, y aparece Andrés doblando por la esquina acompañado de las farolas; con pasos firmes se aproxima para pasar delante de mi fachada y cuando me dispongo a hablarle… se me traba la lengua y enmudezco, entonces el guapo de Andrés, sigue de largo sin advertir siquiera mi presencia.
Suspiro y al menos me alegra el alma el haberlo visto como todos los días…; seguramente mañana sí tendré el valor de conversarle y sin anunciar su presencia mi comprensivo padre aparece para llamarme: «¡Anda a dormir, Javier!, que mañana hay que madrugar».Seleccionado para la Antología de relatos cortos de La Esfera Cultural.El club de los relatores