Revista Literatura

Balada

Publicado el 12 marzo 2019 por Rogger

La vio por primera vez camino al supermercado por la avenida Las Flores, aquella que moría en una glorieta frente al jardín de su casa. Decidió quedarse en el paradero. Se miraron con la efervescencia de sus quince años, ella de cabello negro y frondoso como un árbol, mejillas rosadas y mirada fácil; él, flaco y desgarbado, pelo largo y lacio, breve bozo y anteojos. Puro rodeo, sin palabras. Cuando llegó el autobús ella subió, lo miró desde arriba preguntándose qué clavo lo tenía pegando al cemento. Él, completamente paralizado, la vio difuminarse. Esa noche y las siguientes repasó cada uno de sus movimientos, gestos, su ondulado caminar, el vuelo ligero de su falda ventilando sus flaquísimas piernas. Lentos y angustiosos días y noches que lo derrumbaban exhausto. Semanas o meses después, un día amaneció cansado de todo y de todos, y cansado también de esperar.
Un día después de haber cumplido los veintitrés, fue contratado como camarero. Era una finca gigante en medio del desierto, un oasis de café y boato. Salió la patrona de blanco absoluto. Era ella que al descubrirlo pareció resignar una breve conmoción, como si un relámpago tras iluminarlo todo desapareciera. Quiso confirmar su impresión pero no pudo, por mucho que lo intentó. Esquiva, con el fino sombrero blanco y los lentes negros, siempre llevando de la mano al niño rubio, vivaz y arrogante de unos cuatro o cinco años, mezcla de severa y afable, a veces pálida otras rosada, bella e insoportable y más alta de lo que en realidad era, se fue pasando la tarde mientras a duras penas cumplía con su trabajo de camarero. Pasaba y regresaba sin mirarlo, flotando sobre sus dorados zapatos con lazo, puede que para ser vista poderosa y omnipresente, y sin embargo como una más de aquellas flores desmayadas de tantísimo calor sobre los floreros de cristal.
Los demás invitados iban y volvían de cualquier parte escapando del soponcio. En el área de la piscina el vaho era insoportable y ni los bronces minuciosamente esculpidos de aquellos cuerpos perfectos lograban sellar sus ojos o traspapelarla de su mente. Todo parecía derretirse ante sus ojos.
Pasó de nuevo, con el niño de marras. Su pelo, sí, su legendario pelo ya no era el mismo. Se estaba convirtiendo en una otoñal hojarasca, muy distinta del festivo matorral que confrontaba al viento. A qué hora acaba esto. Miró su reloj. Media hora más.
—Lucio
La voz sonó quieta. No fuerte, sí autoritaria.
Volteó.
Era ella.
Esta vez no fue un relámpago.
(Continuará)
Copyright © 2019 de Rogger Alzamora Quijano

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