Le pidió que lo escuche y eso hizo, a pesar que en aquel aquelarre de violencia era una sombra más, un pedido de auxilio sofocado por el mismo exterminio que ocurría alrededor.
Apenas si podía sostenerse por sus propios medios, hundiéndose en el fango de la trinchera, las manos heladas confundidas con la noche y la espesura. No podía distinguir sus dedos de la tierra empantanada; su dolor, del dolor del que tenía al lado.
Y entre tanta agonía, sintió esa mano firme y al mismo tiempo temblorosa, que lo tomaba del cuello de la camisa empapada de esa mezcla extraña de sudor, humedad y sangre que tan familiar se le había hecho. Esa mano que lo arrastró hacia un rostro que alguna vez supo ser humano, bañado en barro y sufrimiento, tatuado con la muerte en cada línea, en cada gesto.
Y apenas audible, aunque supo en ese esfuerzo que aquel hombre en su interior bramaba las palabras, le pidió que lo escuchara. Y eso hizo. Sin importar los demás sonidos, esa hecatombe de explosiones, disparos y gritos. A medida que los labios del moribundo se movían y el susurro iba formando las oraciones, sus ojos se abrían de par en par y entendía, muy a su pesar.
La camisa se aflojó y la voz cesó. El hombre fue solo carne y hedor. La tormenta de la batalla volvió a arreciar a su alrededor. Las palabras formaban aún una corona de muerte en su interior. Cerró los ojos y escondió la mirada, aunque en vez del negro del sopor, se encontró con el gris del destino.
Entonces reaccionó, se puso en movimiento, casi a la rastra, tropezando con sus propias piernas, pasando por encima del cuerpo del hombre que le había pedido que escuchara. Más allá estaba la bandera. Podía verla. De la que el último suspiro del soldado sin nombre le había hablado. Sus colores inmaculados, contrastando con la muerte.
No podía dudar, el sentido de todo estaba en esa tela, aunque pareciera una locura. Y corrió hacia ella, con un grito de rabia explotando en la garganta. Se arrojó sobre ella, la sujetó con fuerza y poniéndose de pie, erguido ante el futuro, la flameó todo lo que pudo. No hubo bala que lo detuviera, ni explosión que lo espantara. La bandera brilló en la noche, con luz propia, con la seguridad de quiénes se abrazan a lo que aman, con la firmeza de quién conoce el camino y con la convicción de quién está seguro de querer atravesarlo.
Y todo, tuvo sentido.