Desesperanzada, triste, incrédula, harta, preocupada. No sabría decir cuál de estos adjetivos describe mejor mi estado de ánimo desde el domingo. El día, que como bien dice Ana, todo estalló, cumpliendo órdenes.
Reconozco que durante todo el día me recorrió un sentimiento de esperanza. No porque quiera que Cataluña se vaya, sino porque me emocionaba la valentía de todas esas personas que haciendo uso de la desobediencia civil y de la resistencia pacífica plantaban cara a un gobierno central que no se ha distinguido precisamente por el diálogo y la solución negociada de las cosas. Ni en la cuestión catalana ni en ninguna otra. Supongo que son vicios de haber abusado tanto de la mayoría absoluta.
El domingo parecía que ganaba la ciudadanía, no la Generalitat, sino los catalanes, el 1-O se convertía en 1 a 0, y el PP iba perdiendo. Las imágenes donde personas de toda edad, condición y pensamiento político se unían para defender su derecho a votar me producían la misma emoción que aquellas inacabables manifestaciones contra la guerra, (en las que creíamos que íbamos a poder cambiar algo y que no sirvieron para nada), y aquellos días del 15-M.
¿La actuación policial? Me pareció totalmente desproporcionada y brutal. Por muchas ordenes que recibieran nunca he entendido esa saña en pegar a alguien indefenso y que no te está atacando. Solo puedo entenderlo si ya los odias de antemano, si los consideras el enemigo, sin importarte a quien golpeas.
Y eso es lo que más me está perturbando, el odio. A partir del lunes ya no vi esperanza. Las imágenes que llegaban ya eran de violencia por ambos lados. En ese momento los que defendían la independencia tirando piedras a los coches policiales empataron a 1 con el gobierno, porque cuando se insulta, se grita, se acosa, se agrede y la jauría humana se vuelve peligrosa se pierde la razón.
Los gritos a Piqué con ese intenso odio escupido a gritos, las manifestaciones de uno y otro lado insultando al contrario a muerte, los medios de comunicación alimentando la sinrazón, sacando punta a cualquier imagen conflictiva, los políticos arengando y jaleando a sus afines y el Rey estrenándose en conflictos internos sin mucho ánimo pacificador.
Estos días estoy viendo muchas banderas españolas colgadas en los balcones de mi ciudad. Soy de una generación e ideología en la que esa bandera representa intolerancia, represión y un patriotismo rancio de Viva España que hace que me chirríe un poco verla, pero tampoco me voy a pelear con nadie por ella. En realidad, no me pelearía con nadie por ninguna bandera, siempre me ha parecido un ejemplo de estupidez humana el que por un trozo de tela hayan muerto tantas personas durante la historia de esta nuestra humanidad que no para de cometer los mismos errores una y otra vez.
Me diréis que no tengo sentido de nación, ni de patria, pues no. No lo tengo. No siento nada.
En casa vamos a poner una bandera en el balcón. Seguramente la mayoría de mis vecinos no sabrán que representa, a menos que conozcan el universo Warcraft, pero así igual otros se animan a colgar otras banderas, y animamos un poco el barrio.
Mientras tanto, en nuestra casa somos de La Horda.