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Año 1996. Nos mudamos a Rio Grande, Tierra del Fuego. Vivíamos en una casa dentro de un barrio militar (como siempre).
La casa tenía dos baños: uno grande donde estaba la ducha y otro chico, de servicio o para los invitados, como también le solían decir.Yo tenía mi cuarto. Mi refugio cuando él no estaba. Algo que hacía todas las tardes cuando volvía del colegio era ponerme los auriculares, aumentar el volumen al máximo y escuchar música.¿Si no me hacía mal a los oídos? En mi caso dolía más una trompada certera a la oreja que volverme sorda a causa de la música en volúmenes no aceptados por otorrinolaringolos. En ese momento lograba abstraerme todo. Cerraba los ojos y me sentía en otro lugar. Imaginaba lo que iban diciendo las letras y me transportaba a un mundo en el que me gustaba estar.Pero esos momentos de tranquilidad tenían su costo. No escuchaba cuando el llegaba y me llamaba. El no responder tenía su castigo: sacarme los auriculares de un golpe, arrinconarme y, mientras me pegaba cachetadas, me preguntaba si no lo escuchaba cuando me llamaba.El bate de beisbol llegó a casa a fines de agosto del año anterior. Era el regalo de cumpleaños de mi hermano. No recuerdo en qué momento dejó de ser un juguete infantil y se convirtió en el objeto de tortura psicológica y castigo físico.El pasillo tenía una puerta corrediza. De esas de plástico. Entre el marco de la puerta y el techo había como un estante. Ahí guardaba su trofeo. “Para tenerlo a mano”.En ese mismo pasillo estaba el baño chico. La única puerta con llave. Fue un gran descubrimiento la primera vez que entré y cerré la puerta para evitar que entrara y me pegara. Me quedé horas esperando a que mi madre llegara de trabajar. Eso de ponerle llave a la puerta y que él no pudiera entrar lo enfureció y tenía miedo de salir. Por suerte, estaba la canilla del lavatorio del cual podía tomar agua.Al otro día, descubrí lo predecible: sacó la llave de la puerta.Cuando llegue del colegio tenía una hora o dos para encontrarla y guardarla como mi tesoro. Le pedí a mi ángel de la guarda que me ayudara por una vez en mi vida. Que él sabía que tan importante era para mí poder tener la llave de ese baño. Encontré las de toda la casa. No duró mucho la alegría. La cerradura de mi cuarto estaba rota. Qué destino tan vehemente. ¿No?Todas eran iguales. ¿Qué clase de seguridad era esa? No me importo porque me di cuenta que eso significaba que yo podía tomar una y no se darían cuenta. Bueno, hasta el momento que la usara. Durante meses, día por medio me la pasaba dentro del baño chico. Sentada en el piso frío al principio hasta que escondí una toalla que usaría de almohadón. Lo mismo sucedió con la comida. Un par de galletitas detrás del lavatorio y podría pasarme días ahí.A menudo me quedaba mirando el techo. Era de paneles. Si levantaba uno, me encontraba del otro lado. ¿Habría salida al exterior?
Siguió ejerciendo violencia física y psicológica hacia mi persona aún cuando llevaba un cabestrillo en el brazo izquierdo y tenía la indicación de que no se golpeara para que el hueso creciera bien.Por eso, en los momentos de mayor angustia, muchas veces terminé sentada en el piso de algún baño.
No hay peor soledad que estar dentro de un baño frío, llorando desconsoladamente en silencio y abrazando una toalla mientras afuera hay un montón de personas que desconocen lo que sucede dentro.
Aunque si existe algo peor. Que afuera haya alguien, que supuestamente debe amarte y velar por tu felicidad, y este disfrutando de que vos estés encerrada en el baño chico.