Baños árabes

Publicado el 04 agosto 2010 por Evagp1972


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Dedicado a Carol Blenk i Paola Vaggio

          (Imagen: Aire de Barcelona)             

Aunque sólo son las nueve de la mañana, un sol de justicia castiga el asfalto en el barrio de Gracia de Barcelona. Es un calor húmedo y pesado, tan característico de las ciudades cercanas al mar, que inevitablemente seguirá in crescendo hasta alcanzar a mediodía, según advierte el telediario, temperaturas superiores a los 35 grados.

Muchos de los residentes de Gracia abandonan sus casas en agosto para huir del calor, de los turistas y de los barceloneses que acuden masivamente a la Fiesta Mayor.  Pero en esto, como en tantas otras cosas, Paola y Lorena actúan de espaldas a la mayoría. Aunque se ausentan del barrio durante el mes de julio – las puestas de sol desde el apartamento en Mallorca son espectaculares en esta época del año- , regresan cada 16 de agosto al piso que comparten en la calle Gran de Gracia. Desde el primer momento les encantó este edificio de inspiración modernista, con su fachada en blanco y amarillo claro, y sobre todo los grandes ventanales de cristal ondulante en la parte central, decorados arriba y a los lados con elegantes vidrieras de flores, pétalos de rosa pálido y hojas verde claro. El doble cristal amortigua el sonido de los pocos vehículos que circulan, seis pisos más abajo, en esta mañana de 16 de agosto: el aniversario de su quinto año de relación.

Silenciosamente Gora, la gata persa de Paola, camina sobre el pulido parquet del comedor. Se detiene ante las cortinas blancas y las observa un rato, muy concentrada; quizá en su imaginación gatuna espera que aparezca entre sus pliegues, de un momento a otro, un gorrioncillo que le sirva de desayuno.

Nueve y media. Suena un despertador al final del pasillo. Clac. Ya no.

Lo primero que intuye Paola en la semipenumbra de la habitación son los ojos verdes de Lorena. Tiene la cabeza apoyada en el codo derecho, y sobre la almohada descansan las puntas de su melena rizada, morena, salvaje. Parece llevar despierta un rato, observándola como lo haría Gora: concentrada, y esperando al gorrioncillo. Se sonríen, como cada mañana, y Paola se dice que la felicidad es abrir los ojos y encontrarse, tanto en verano como en invierno, sean las nueve o las seis de la mañana, con la sonrisa de Lorena. A veces le pregunta por qué está tan de buen humor por las mañanas, y Lorena le responde, invariablemente: porque despierto a tu lado, amor.

-Es 11 de agosto, amor. Feliz quinto aniversario.

-Mmmmmm.... Feliz quinto aniversario, cuca(se despereza, sonríe).

-¿Qué? ¿Preparada para nuestro ritual privado?

-Claro que sí... Me muero de ganas de estrenar la moto. 

Falsamente enfadada, con la mano libre, Lorena  coge a Paola por la cintura, la arrastra hacia ella, acerca sus labios a los de Paola y, sin dejar que la bese, le reprocha: “Ah, estrenar la moto sí. Meterme mano en la piscina de sal, no. Vale, muy bonito... “

Gora avanza por el pasillo, atraída por la voz de su ama. Ladea la cabeza en el dintel de la puerta, curiosa; está a punto de maullar, pero se detiene. Primero oye risas; después, sólo el roce de las sábanas. Ahora otro sonido, también familiar: es su ama. Ronronea. Otra vez, como casi cada mañana este verano. Tendrá que esperar de nuevo para degustar las sardinas en lata del desayuno, pero no le importa demasiado: cenó abundantemente, y se siente solidaria con una ama que, como ella, consigue lo que quiere con un solo ronroneo. 

Diez y veinte. Mientras Paola se pone en pie, Lorena prepara el desayuno: zumo de naranja, café y dos bocadillos de pan con tomate y jamón. Querría preparar para ella  un desayuno eterno, como el de las protagonistas de Una habitación en Roma. Un desayuno que las mantuviera para siempre juntas, entre los muros de su piso, haciendo el amor constantemente, encerradas en la habitación.
A las once treinta, Paola y Lorena se ponen el casco para dirigirse al paseo Lluis Companys. La moto va como una seda, y la velocidad atempera ligeramente el calor que, en media hora, será ya insoportable. El Arco de Triunfo les indica que se encuentran próximas a los baños y, oh milagro, esta vez sólo necesitan cinco minutos para encontrar aparcamiento.

Sobre unas imponentes puertas de madera, un elegante arco de herradura  les da la bienvenida a una sala amplia, con paredes de piedra caliza. Hay dos fuentes de luz: a la izquierda, una ventana rectangular, y a la derecha  lámparas árabes de diversos colores y tamaños (verde, naranja, rojo y azul), rodeando la mesa de madera en la que trabajan las chicas de recepción. Reposo, exotismo, elegancia... Dos chicas jóvenes y hermosas, camiseta y pantalón negros, les invitan a esperar a la entrada mientras toman un té de menta. Comprueban su reserva – un ritual Al Andalus para dos- y les confirman que podrán iniciar el circuito elegido en un momento. Otras diez, doce personas esperan junto a ellas, algunas sentadas, algunas de pie. Ningún turista.


-¿Me siguen, por favor?


Una joven simpática y morena acompaña a su grupo hasta la zona de vestuarios. Aquí ya empieza a notarse el calor, la humedad y una tenue esencia de azahar, el perfume característico de los baños, que las acompañarán durante todo el recorrido. Es un calor agradable, sin embargo. Más aún teniendo en cuenta que no es la primera vez que visitan los baños, y presienten los placeres que les esperan después. La joven da la bienvenida al grupo, recita unas breves explicaciones sobre el funcionamiento del centro y separa a hombres y mujeres. Todos volverán a encontrarse a la salida de los vestuarios.
Amplios y confortables, los vestuarios permiten diversas posibilidades: cambiarse discretamente en una pequeña sala, o bien hacerlo sin reservas, junto al resto de mujeres, sentadas en unos bancos de madera ubicados en el centro de la sala. Paola y Lorena eligen siempre esta última opción; sinten cierto morbo al desvestirse juntas, en público y frentre otras mujeres. Una vez puesto el bañador, la encargada da indicaciones a las usuarias sobre el funcionamiento de las taquillas, para la seguridad de sus objetos personales: cerrar la puerta, pulsar cuatro números y después el icono con la llave. Hecho. A continuación les proporciona unas zapatillas muy cómodas, blancas, de tela suave y suela muy flexible y fina, que no podrán quitarse en todo el recorrido, ni siquiera dentro de las piscinas, por motivos de higiene. A la vuelta les proporcionarán jabón, secadores, laca, espuma para el cabello, toallas, y una bolsa de plástico para los biquinis mojados. Perfecto.

A medida que descienden la escalera que conduce a los baños, aumentan a partes iguales la oscuridad y el calor.  A pie de escalera y repartidas por todo el subterráneo,   grandes lámparas de cera naranja y otras de metal, de inspiración marroquí, descansan sobre el suelo de mármol blanco. Suena una relajante música árabe. Los trabajadores de los baños recogen a los clientes por parejas: si son dos amigas, serán atendidas por dos chicas. Si fueran dos chicos, les atenderían dos hombres. Una pareja de hombre y mujer será atendida por una pareja de profesionales mixta. Así pues el heterosexismo normativo, según el cual es impensable que sean amantes, proporciona a Paola y Lorena el placer de ser atendidas por dos mujeres atractivas. Qué gusto.

Les recuerdan que a partir de ahora no se permite hablar en voz alta y que el primer paso es la ducha –de nuevo, obligatoriedad por motivos de higiene-. Una vez cumplido este trámite pasan a la sauna, muy pequeña, de tres metros por tres. Les recuerdan que vendrán a buscarlas en dos minutos. Si quisieran permanecer más tiempo, pueden hacerlo hasta un máximo de doce; más allá podría ser peligroso.

Sentadas en bancos de clara piedra pulida, cerrada la puerta de cristal, ambas se entregan a un calor  casi insoportable, e inhalan con fuerza para llenar los pulmones del olor a menta que llena el reducido espacio. Se intuye, en un rincón a su derecha, una fuente. Compueban que es imposible ver más allá del brazo extendido, así que aprovechan para besarse y acariciarse discretamente, mientras notan las gotas de sudor resbalando por su cuello y desllizándose entre sus pechos. El vapor se condensa en el techo de la sauna y cae sobre sus cabezas, hombros y muslos en forma de gotas que ahora sí, ahora no, les  recuerdan que el tiempo corre y vendrán a buscarlas pronto. Carpe diem.

Al cabo de un momento, vienen a recogerlas y las acompañan al que será su primer masaje, el exfoliante con crema de semillas de albaricoque.  Les invitan a estirarse sobre una especie de altares con planchas de mármol caliente. La sensación es deliciosa, pero esto –lo saben- es sólo el principio. Entregadas por completo, cierran los ojos para concentrar toda su atención en las sensaciones de la piel. Primero, desde los pies hasta los hombros, mediante una tetera las chicas vierten sobre sus cuerpos unos suaves chorros de agua caliente.  Durante quince minutos tiene lugar el proceso de exfoliación que las dejará como nuevas. Después, una ducha para limpiar los restos de semillas y, a partir de este momento, pueden circular libremente por las piscinas: el  tepidarium (piscina de agua templada), el caldarium (a 40 grados; se recomienda entrar poco a poco) y, para reactivar la circulación, el frigidarium o piscina de agua helada. Esta última es pequeña, porque el contraste de temperatura no invita a quedarse. Paola sólo puede llegar hasta media rodilla; se le entumecen las piernas, y vuelve corriendo a la piscina de agua caliente. Lorena, en cambio, es capaz de sumergirse en el frigidarium hasta la cintura. Con los brazos en jarras y el mentón alzado, sonríe desafiante a Paola. Verla así le hace recordar su primer amor televisivo: Xena, la princesa guerrera, satisfecha tras vencer a algún macho indeseable en el campo de batalla. Paola está a punto de decírselo, pero las interrumpen para llevarlas a la zona donde se ofrece a los clientes té de jazmín.

Sentada Lorena, estirada Paola sobre el mármol, tapadas ambas con grandes toallas blancas para no enfriarse, degustan un té delicioso y a la termperatura justa. Las chicas sostienen grandes teteras plateadas, y sirven el té en vasitos de colores, como los que pueden comprarse en el zoco de Marrakesh. Paola y Lorena contemplan en silencio los reflejos naranjas de las velas sobre la pulida superficie de las teteras. Aún no tienen ganas de hablar. Es el momento del cuerpo. Saben que aún tienen tiempo para algún chapuzón, el masaje completo, la piscina de sal y, finalmente, la llamada piscina de los mil chorros o, dicho de otro modo, un gran jacuzzi. Cuando quede un cuarto de hora, sonarán unas campanillas. Al finalizar el tiempo, sonarán de nuevo. Todo está calculado.

Sólo aquí, en el espacio reservado para el té, son conscientes de que hay más personas con ellas. En el trayecto han tenido la sensación de estar solas, aunque saben que han entrado junto a diez o doce personas. Las instalaciones son suficientemente grandes para albergar a todos los clientes, y en consecuencia todos tienen la sensación de estar viviendo una experiencia exclusiva.

-Qué maravilla, ¿verdad, cariño?

-Oh, este lugar es estupendo. Vale cada euro que invertimos, cuca.

-Sí... Necesitábamos este descanso, después del año que hemos tenido.

-Mmmmmm... Nada de alumnos ni de escritores hasta septiembre. Qué gussssssto...

-Buenísimo el te, ¿eh?

-Delicioso. Y la música... Mejor que estar en Fez.

-Buf, hacía más calor que aquí. Y además, aquí nos ahorramos indigestiones y el asedio de los vendedores ambulantes.

-Sí, siempre intentando tocarnos el culo. ¡Pesados!

-¡Ja, ja, sí! Pero reconoce que las vistas desde el hotel eran preciosas... y los cantos de los muecines desde varios minaretes, repitiéndose y amplificándose como un eco...

-Lo que era precioso era morder tus hombros mientras sonaban de fondo esos cantos...

-¡Ssshhh! ¡Ja, ja!

-Shhh tú, que aquí no se puede reír ni hablar en alto... Preciosa. Que eres preciosa.

Se contienen para no besarse en público– Barcelona es gayfriendly, pero no quieren comprobar hasta qué punto-, y se dedican una mirada que no deja espacio para la duda. Lorena se dice, una vez más, que Paola es el amor de su vida. Mataría por esa italiana. Sin dudarlo, sí; mataría por ella.

Vienen a buscarlas, si les parece bien, para el masaje de cuerpo entero con esencia de flor de azahar. Se miran, asienten, y se encierran de nuevo en el silencio para entregarse, una vez más, a una pequeña infidelidad: la del placer que experimentarán sus cuerpos gracias a otras manos de mujer. Volverán a reencontrarse en la piscina de sal –deliciosa ingravidez-  y en el jacuzzi.

Después de los baños, tienen previsto pasear tranquilamente hasta un restaurante en la Barceloneta, donde pedirán, como hace cinco años, una paella de bogavante acompañada de vino blanco y, después, cuando el sol haya perdido buena parte de su fuerza, permitirán que les acaricie la piel en la dorada playa de esta gran ciudad abierta al Mediterráneo.