Revista Talentos

Banquete dominical

Publicado el 11 abril 2017 por Perropuka

Banquete dominical

"Pollo a la disco", una suculenta invitación en la entrada


Menos mal que los diachakus se hacen esperar trescientos sesenta y cinco días. Menos mal que mis amigos no alcanzan ni para un equipo de fútbol, porque, ¡tatitos!, andaríamos rebotando de farrillada en farrillada, o situación similar. Inevitablemente, perderíamos el aspecto atlético de los años mozos para parecernos a la silueta de un zapallo. Aquello acarrea la globalización, entiéndase bien. 
Sin embargo, incurables que somos, nos citamos nuevamente para ejercitar el noble deporte de la mandíbula. Unos días antes hicimos los honores a la salud de un amigo, no con vino griego, pero digno vino. Al calor de este habíamos quedado para salir a almorzar el fin de semana. En la repetición está el gusto, se anda pregonando en esta tierra del gran comer. Había que comprobarlo, pero en otro sitio.
Quedamos reunirnos, en casa del amigo, media hora antes del mediodía. Lo que son las cosas, alguien estaría rugiendo de hambre por no haber desayunado para desembocar directo en una mesa donde cerca humea una paila de chicharrón. Algunos apenas habrán salido de misa para rezarle a san fricasé o santa ranguita antes de las campanadas de las doce. En este valle de las mil cocinas había que adelantarse a otros para no quedarse con el plato vacío. 
Llegamos unos minutos después de las doce, no sin antes perdernos en algunos laberintos de calles innominadas y construcciones a medio hacer. Preguntábamos a los lugareños por el mítico Los Molles, preguntándome yo dónde estaban los molles para siquiera orientarnos como las banderitas blancas de los aqhallanthus señalan las chicherías. Por fin, en una esquina escondida había un tímido cartel colgando del tronco de un molle solitario, muy venido a menos por el polvo circundante. Tal vez sea mejor que los mejores sitios donde ir a merendar, sean difíciles de localizar. Esperaba no equivocarme. 
Un espacio regular, no más grande que una casa familiar, y con plantas naturales alrededor es casi siempre una buena señal (es inaudito que en la “ciudad de la eterna primavera” muchos restaurantes decoren sus ambientes con plantas de plástico). No muchas mesas y con espaciados pasillos facilitan la tarea de los meseros y no agobian a la clientela. En suma, había allí debajo de esa sencillez de techumbre de calamina y vigas desnudas una sobria y ordenada disposición de los elementos. Marketing puro e intuitivo, comenzando por las ollas de barro etiquetadas con nombres de los guisados, que en hilera reposaban sobre unos calentadores individuales. Dos chicas que servían con educada amabilidad preguntaban a los comensales en fila el plato de su predilección: ya podía uno decantarse por una sopa de quinua, ranga de panza o fricasé como entrante, y a continuación elegir entre mondongo, habas pejtu, ají de papalisa, ají de patitas, ají de lengua, chicharrón de cerdo, etc.; acompañados de guarniciones y ensaladas variadas.
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Descubrí que una sopa de maní salpicada con cilantro picado (en vez de perejil como se acostumbra) es un disparo directo al nervio olfativo, como embriagante droga; luego, el resto de la boca, las papilas gustativas, el paladar se contagian de ese ímpetu. El truco es no combinar demasiados sabores ni comer de todo, tal como invita el anzuelo de cualquier buffet. Comí apenas tres platos: un cuenco de sopa y dos segundos nada colmados. Quedé satisfecho sin ganas de reventar. Mesura ante todo. Los amigos me miraron algo extrañados por mi incapacidad de engullir. Casi me avergoncé por no ser un buen cochabambino. 
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Por ponerle algún pero al asunto, el postre de buenas a primeras no era el indicado, porque no casaba con el espíritu “criollo” de la casa; no se puede ofrecer gelatina común o flan de sobre como a los pacientes de un hospital. Un helado de canela, una gelatina de patitas, un tojorí frio, un budín de quinua, o cualquier otro preparado artesanal cerrarían con gallardía el asunto. 
Esito sería todo.
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