Barrio de Sabugo, del Tayco al café Colón. Por Max.

Publicado el 15 enero 2011 por Maxi

Como de costumbre lo primero que hizo Emilio, al llegar a la sala de fiestas del Tayco, después de bajar la media docena de escalones, pagar la entrada con derecho a consumición en la taquilla y traspasar la antesala de columnas, fue dirigirse a la diestra, a tiro fijo, directamente al bar. Allí tomó asiento en un taburete alto y se acodó en la barra, pidiendo al camarero “un cacharro” -que en aquellos tiempos no significaba otra cosa que un cubalibre- normalmente de ginebra MG. Acercó a los labios el vaso alto, y le dio con ansias el primer lingotazo. Últimamente ¿no sé por que? le entraba un secaño tremendo, no hacía más que poner los pies en la sala, para sentir el gaznate reseco como el de un turriado en el desierto, así que procedió con el rito de menear el cilindro de cristal, tal como si de una maraca se tratara, para acelerar la mezcla entre la piedra de hielo y la ginebra con el oscuro y turbio líquido patentado por los gringos, y después continuó bebiendo su incierta espera, sin darle tregua, ni descanso.

Aprovechando que estaba en una posición elevada, casi un metro por encima de la rectangular pista de baile, dejó deslizar la mirada sobre el recinto, y observó que la mayoría de la gente estaba emparejada, excepto algún que otro tipo, que como el mismo, apagaban la sed acodados en el mostrador, mientras se ocupaban de chupar como sapos, los blancos cilindros del negro tabaco Ducados, y dejar en el aire una tupida niebla, que pronto se adueñaba de todo el recinto.

A su derecha divisó como ya bien conocía, toda una hilera de mesas y bancos, donde se sentaban grupos de jovencitas, que reían y charlaban animadamente, a la espera de que se les acercase algún adonis, a sacarlas a bailar. Al acecho de tan venturoso acontecimiento, se ocupaban matando el tiempo, criticando o despellejando a todo bicho viviente que cayese en su visual. El dirigir sus pasos en aquella dirección, la verdad es que Emilio no se sentía con suficientes ánimos para hacerlo, en parte por que bailaba muy mal, y seguro le daban calabazas, y en otra parte -con lo seco y cortado que era- no sabía que decirles a las muchachas.

En general, tenía observado que los bailarines torpes, propensos a posar –sin querer- sus zapatones encima de piececitos delicados, solían retener a su pareja, en base a la mucha labia de la que hacían gala, don impagable, que les permitía sostener una charla amena e ingeniosa, o se pasaban la mayor parte del tiempo –cuando no se daban el lote muy agarrados, con lo que disminuía el peligro de aplastar los reluciente zapatitos de charol de la colega- dándole a la sin hueso sentados y disfrutando de la compañía de lindas muchachas avilesinas y gozoniegas que abundaban por aquellos lares.

Por contra los acémilas que no sabían hablar, y la mayoría de las veces escupían más que relataban sus cuitas, ¿no sé como se las arreglaban? Pero habían logrado aprender a bailar, tan bien y con tal maestría, que las chicas se los rifaban, por estar entre sus brazos, dando vueltas por la pista como peonzas.

Lo malo de Emilio es que no contaba con las cualidades de unos ni de los otros, y por el contrario pechaba con todos sus defectos, por lo que era inevitable el mayor de los fracasos, en sus vanos intentos de entablar una relación estable –o intermitente- tampoco era cuestión de ser exigente ¡con las ganas que tenía de echarse novieta! o cuando menos “arrimar el pizarrín” como le recomendaba el deslenguado del Peque.

Al poco comenzó a aburrirse y preguntarse: ¿por que habría venido? Emplear una hora en el Carreño desde Gijón para terminar tomando un caclipado de cacharros, cuando eso mismo podía hacerlo en el Villagrás sin moverse de su ciudad, si en el fondo estaba claro que detestaba las fiestas y los bailes, lo de él era divertirse en compañía de los amigos, o en su defecto matar el tiempo secando el vaso.

Estas repetidas excursiones habían tenido comienzo hacía una temporada, por cambiar de aires y en compañía del Peque se hicieron habituales visitantes de fin de semana, de la villa del Adelantado. El viaje, bien en el tren o en el Alsa resultaba siempre muy entretenido, sobre todo contando con que su compañero era de la misma piel del diablo, pero ahora… el amigo se había echado novia, y aunque iban y regresaban juntos y a la misma hora, la cosa ya no era lo mismo, el compañero era el atrevido, él demasiado apocado.

Aunque hacía poco había comenzado la veintena, se sentía mayor al lado de tanto niñato, terminaba el tercer cacharro cuando vio su cara reflejada en el espejo de la barra y pensó que sus ojos estaban un tanto nublados, parecía que el licor comenzaba hacer efecto y reparó en que tenía ojeras, el ir aplazando los estudios durante el curso y tener que apurarlos a última hora era lo que traía, terminar con “ojos de viejo” se sintió un tanto desalentado, así que pidió un cuarto cacharro.

Con el vaso en la mano y tratando de despabilarse se dirigió al fondo de la sala, bajó a la pista y cruzó delante del escenario, donde llegó a sus oídos como un grupo de muchachas pedían a los músicos que tocasen unas canciones de Rafael, y eso era más de lo que estaba dispuesto a soportar, era alérgico al “roba bombillas” así que en plan de fastidiar, se animó a solicitar el pasodoble de “Paquito el chocolatero” las chicas le miraron de arriba a bajo con sorpresa, diciendo la más osada:

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                                                              2. —¡Por favor, abra, que ya no estoy pa bromas!

                                                                La mujer continuó en su negativa, mientras con la mano izquierda le tiraba un beso, al tiempo que le decía adiós sin perder la sonrisa, corrió los cerrojos, agachó la cabeza en media reverencia, y dándole la espalda se alejó apagando las luces, hasta perderse por la puerta del fondo.

                                                                Cuando la oscuridad se hizo dueña del local y todo quedó en silencio, Emilio se dio cuenta que todavía seguía con el estandarte entre las manos, pegando un bramido en plan karateca, lo lanzó a la mitad de la calle y no contento con ello, en un ataque de furia, terminó destrozando los restos, contra las artísticas columnas.

                                                                Se sintió tal como si un perro hubiese levantado la pata y le soltase su calentucio chorro de orines, en toda la cara. ¡Porca miseria! Y para colmo, tendría que hacer autostop, ya que era muy tarde y se le había pasado la hora del último tren o autobús, para regresar a Gijón.

                                                                Las fotos que siguen pertenecen a Avilés y la mayoría nos muestran sitios donde se ambienta el relato.


                                                                Tomás de Cantorbery, a la izquierda la calle la Cámara


                                                                Calle Bances Candamo, se puede apreciar restos del antiguo piso de bolos


                                                                Iglesia de Sabugo


                                                                Interior de la antigua iglesia de Sabugo


                                                                Plaza del Carbayo


                                                                Entrada a la antigua sala de fiestas el Tayco


                                                                Calle de la Cámara y su entroque con avenida de Alemania


                                                                Columnas y terraza del antiguo café Colón


                                                                Fachada del antiguo café Colón. a la calle de la Muralla


                                                                Iglesia de los Franciscanos


                                                                Parque del Muelle


                                                                “El adelantado” Pedro Menéndez de Avilés


                                                                Barrio del Rivero


                                                                Estación del tren Carreño


                                                                Edificio donde estaba situado el café Colón


                                                                Gatos persas


                                                            2. —¡Abra, maldita sea! —le soltó Emilio, comenzando a mosquearse.

                                                              La dueña con el dedo índice levantado, movió la mano repetidas veces a los lados, en gracioso gesto negativo.

                                                          2. —¡Rediós! -todavía faltaba el puto espantapájaros de palitroques con su contrapeso. Salió fuera y rojo de coraje le echó mano y con el impulso de la mala hostia, hasta lo levantó en vilo. Como un santo Cristo cualquiera –con la cruz en prevengan- avanzó tambaleante –el contrapeso le castigaba sin duelo las espinillas- en dirección a la puerta de entrada, cuando para su sorpresa vio como esta se cerraba. Detrás del cristal alcanzó a divisar a la mujer que le contemplaba sin abandonar su risueña expresión.
                                                        2. —¿Vas a dejar en la acera el trípode de anuncio de la puerta?
                                                      2. —¡Vamos campeón! –le animaba ella con sonrisa burlona cuando se cruzaban en sus idas y venidas.

                                                        Y todavía debería estar agradecido, por que si tuviese que vérselas con las mesas con pie de forja y tablero de mármol que estaban en la acera de la calle la Muralla -que esas seguro pesaban como plomo- aquello hubiese resultado un empeño superior a sus escasas fuerzas, y en consecuencia habría tenido que renunciar, a la tan dulce recompensa que le aguardaba.

                                                        Acababan de dar las dos en el reloj del Ayuntamiento, cuando quedó completada la recogida nocturna. Con el pañuelo secó los últimos sudores de la frente. La confianza había subido enteros y teniendo como tenía la barra a su disposición, se disponía a servirse, un buen y merecido cacharro -para reponer líquidos- cuando la mujer le contuvo diciendo:

                                                    2. —Bueno amigo, ahora solo nos resta recoger las sillas de abajo –en caso contrario se las llevan- y para que terminemos primero, yo te voy a echar una mano.

                                                      Aquello supuso un nuevo golpe bajo, pero en la cara risueña de la mujer se reflejaban promesas sin cuento, así que haciendo de tripas corazón, en otra media hora quedaron almacenadas todas las sillas. La verdad es que a costa de no dar ni pie ni mano, estaba fundido, seguramente ya había sudado todos los cubalibres y más, tenía la mente despejada, pero los brazos y las piernas agotados.

                                                  2. —Creí que con ese corpachón, eras más entero —comentó la mujer con ironía.

                                                    Emilio se le quedó mirando a los ojos y aunque no dijo nada, en su expresión, ella vino a captar algo así como un tono de desafío: “después comprobarás lo que es un chicarrón del norte, te enterarás de lo que es bueno”

                                                    Al fin habían sido confinadas en el redil, todas las descarriadas ovejas, que lo habían dejado medio muerto, hasta le entraban dudas de no poder cumplir, de no estar a la altura.

                                                2. —Estoy galdido, ya no puedo más —se quejó al contemplar que por obra de un mágico encantamiento, las condenadas mesas y sillas, parecían parir y no daban señal de acabarse nunca.
                                              2. —¡Eso es trabajo de hombres!

                                                Cuando reparó a fondo, en la terraza, casi le da un patatús: así a grosso modo había allí desperdigadas, cerca de media centena de mesas, con sus correspondientes sillas, bien es verdad que eran livianas, no como las de abajo, que se veían robustas y macizas. Calculó que si se apuraba un poco, en menos de media hora habría terminado.

                                                Aunque no estaba acostumbrado a trabajar duro -él era más de estudios- una noble causa como aquella, bien merecía un pequeño sacrificio. Así que comenzó el trabajo con buen ánimo, iniciando por las más cercanas al almacén. Resuelto, agarra con ganas la primer mesa y la lleva como una pluma, después las cuatro sillas plegadas juntas de una tacada. Ella supervisaba, recordándole que las apilase con orden y cuidado, ya que mañana habría que volver a sacarlas todas.

                                                Dio la una cuando iba por la mitad, la frente le chorreaba de sudor. La dueña sentada en la barra, le contemplaba pasar a su lado con una amorosa expresión en el rostro, de vez en cuando le secaba el sudor acariciándole el cabello, lo que venía a mitigar un poco sus resoplidos. Gesto que terminó por convencerlo de que estaba cumpliendo los deberes conyugales, para a continuación recoger sus legítimos y merecidos derechos.

                                            2. —¡Neno! hay que guardar las mesas de la terraza, ya que seguramente terminará lloviendo esta noche.

                                              Emilio se levantó, maldiciendo entre dientes, mientras para animarse y quedar bien, decía en voz alta:

                                          2. —¿Qué pasa? —preguntó Emilio, al verla allí varada.
                                        2. —¡Claro, está convenido! —y continuó su marcha en dirección a una apartada sala de un extremo de la terraza que estaba vacía, de donde les sale al paso un gato persa gris ceniciento, ella lo recoge del suelo y lo acaricia sonriente y zalamera, esos arrumacos prodigados al minino hacen imaginar a Emilio, la dicha que le espera…

                                          Contempló comido por la impaciencia, como ella recogía algunos vasos, tazas y ceniceros que quedaban sobre las mesas, dejándolos a continuación sobre el mostrador, después con las mismas, se dirigió a la puerta de la sala del fondo, quedando allí quieta y mirando fijamente para él, como implorando.

                                      2. —Yo me quedo —dijo Emilio, con un tono decidido que a él mismo sorprendió. Y siguió tras de sus pasos por la escalera.

                                        Al llegar arriba la mujer se dio la vuelta:

                                    2. — Bueno —dijo la dueña desasiendo la mano — ya es hora de ir cerrando la cafetería. Y se dirigió resuelta a la terraza superior.
                                  2. —Primero cerraré las persianas —dijo la mujer y se encaminó secundada por Emilio, que veía en ello la confirmación de una mayor intimidad.

                                    Siguieron bailando un buen rato, Emilio ya había perdido la noción del tiempo, aquello marchaba, seguro que ya pasaba de las doce, y hasta se había atrevido a tenerla cogida de la mano sin soltarla.

                                2. —¡Encantada, eres muy amable! —respondió la mujer, dejando su cigarrillo en el cenicero, despojándose de seguido de su chaquetilla y dejando al descubierto unos hombros carnosos y salpicados de pecas.

                                  Cuando la tuvo cogida del talle —por demás, tieso y envarado- bajo su mano inexperta, Emilio tuvo la convicción de estar realizando uno de sus viejos sueños: tener una aventura con una mujer, por la cara, sin tener que pagar. Que fuese unos años más mayor que él, era lo de menos. Aparte que no era buen fisonomista, y eso de las edades era bastante relativo, ya se encargaría su calenturienta imaginación de expurgar todos sus defectos, si los hubiese. Observando las repisas con botellas que parecían girar a su alrededor, Emilio se reconciliaba por momentos con la vida, con el cochino mundo, ya no le importaba que le llamasen viejo.

                                  Después de bailar regresaron a la mesa, la mujer le invitó a una copa que el aceptó al instante, estaba embalado, así que le propuso volver a bailar. Paquita la del Barrio seguía desgranando por el aire su desgraciada vida hecha a jirones, con aquello de “…la segunda vez te engañé por capricho, la tercera por placer…”

                              2. —Aunque no soy buen bailarín, nos podemos echar un baile, con el firme compromiso de no pisarla.
                            2. —¿Tienes una moneda, para poner algo de música? —dijo ella

                              Si bién solía andar rascado, a Emilio le faltó tiempo para rebuscar en los bolsillos y entregarle una moneda de 25 pesetas. Ella se dirigió a la maquina, puso música mexicana y regresó. Cuando a sus oídos llegó la voz desgarrada de Paquita la del Barrio y su “Invítame a pecar” Emilio echo un vistazo a la calle: ni una sombra se divisaba. Alentado por ese detalle y preso de un repentino coraje, la invitó a bailar. Pensó: ¡Mira por donde, seguro que triunfo esta noche!

                              Se disculpó por anticipado:

                          2. —Lo acompañaré —dijo sentándose a su lado—. Tengo la costumbre de beber siempre algo con el último parroquiano. Acto seguido se sirvió una copa.

                            La mujer encendió un cigarrillo, soplaba el humo con elegancia con gesto risueño. Emilio la miraba a escondidas, alisó los cabellos con la mano, y comenzó a sentirse animado y seguro. La situación prometía, le parecía excitante… ¡si le pudiese ver el Peque!

                        2. — No te preocupes hijo ¡márchate ya! hoy cierro y recojo yo –contestó ella solícita.

                          Debía ser el único cliente que quedaba en el café, que olía a vainilla y pastel de manzana. La mujer se perdió un instante en el interior hablando con el muchacho, y regresó pronto, traía con ella una botella de coñac y una copa.

                      2. —Estoy muy cansado y mañana tengo que madrugar
                    2. — A las dos tranco la puerta y me acuesto.

                      En esto se acercó el muchacho camarero, dirigiéndose a la dueña:

                  2. —Yo vivo arriba –dijo señalando con la mano y continuando:
                2. — Parece un barrio apagado, en Gijón a estas horas todavía hay buen ambiente –se atrevió a contestar.
              2. — Yo soy un poco noctámbula. Pero en este barrio la gente se acuesta temprano y a partir de medianoche, siempre me encuentro sola.
            2. — ¿Te gusta pasear? –sin esperar respuesta, añadió:
          2. —Parece que el tiempo está refrescando, ¿no le apetece pasar a las mesas del interior? –le interpeló la dueña con amabilidad, dedicándole su mejor sonrisa.

            Acomodado dentro, ella tomó asiento a su lado y parecía querer entablar conversación, dirigiéndose a él con mayor confianza.

        2. —¡Así es! —respondió Emilio

          Al mirarla, recordó que se la había presentado el Peque un día que terminaron atracando allí, después de una de sus habituales galernas, la verdad es que estaba de muy buen ver, tendría treinta y tantos años, era la dueña del local, parecía una mujer libre, de las que no se sentían encadenadas a la cacerola ni al dedal. Le vino a la memoria que su amigo comentara que estaba viuda y vivía en el piso de arriba, que parecía experimentada, y que “tenía un buen polvo y parecía una mujer bastante liberada” expresiones en las que estaba de acuerdo con el Peque, aunque el último calificativo era de su propia cosecha, ya que el de su amigo era un poco más zafio. De sonrisa agradable, pelo corto y labios carnosos… Le animaba el pensar lo bueno que sería el poder acariciar aquellos muslos tan apetecibles, el alcohol ingerido le llevaba a sentirse más audaz. Su reprimida virilidad reclamaba sus legítimos derechos.

      2. —¿No será por casualidad amigo del Peque?
    2. Sabugo ¡tente firme!
      Rivero ya cayó
      Y Galiana tá temblando
      de los palos que llevó.

      En la esquina de la calle la Muralla con el parque del Muelle esta sito el Café Colón, que era el destino que llevaba en mente, en una ancha acera que hace ángulo y se ciñe a toda la fachada del local, se podrían contar seguramente hasta medio centenar de mesas, con pies de forja rematados por losa de mármol, y encima va una terraza volada soportada por artísticas columnas de fundición, con otras tantas mesas. Tomó asiento abajo, dispuesto a que le sirviesen la espuela –aunque pensaba que ya estaba un poco cargado- divisando la parada del ALSA que salía de allí al lado. El tiempo no era bueno, el nordestillo había hecho aparición y la gente pronto se fue recogiendo a sus casas, aparte que el tiempo vuela y pronto sería lunes día de curro o de estudio.

      Llegaba a su término, un triste fin de semana más, del saldo de la dictadura, el cielo amenazaba lluvia por momentos. Acudió a servirle un jovenzuelo con desgana, seguramente fastidiado por tener que seguir atendiendo a los pesados parroquianos -con lo bien que estarían recogidos en sus casas…- Había pensado que quizá le viniese bien para variar, un café para despejar un poco, pero el camarero le indicó que la cafetera ya estaba apagada, así que no le quedó otro remedio que seguir con la ginebra y el agua turbia.

      Sorbía el cacharro y miraba de soslayo la hora, cuando se le acercó una joven un poco madura preguntando:

  2. — ¿Que dices chalado? Eso está bien para viejos.

    Este último comentario vino a darle la puntilla, se dijo: ¿Acaso esa moza, estará insinuando que soy un viejo? ¿Tanto se me notará en la cara? Se creía un chico normal, su voz decían que sonaba a campana nueva, y su pecho fuerte asomaba con alegría, entre la obligada camisa blanca, tampoco era tan feo, como para tener que hacer las compras de noche. Le apenaba no haber bailado ni una, la verdad es que ni lo había intentado, en el viaje de regreso al Peque le diría que habían sido media docena y con buenas hembras. Estaba un poco achispado, así que decidió cambiar de aires.

    Cabizbajo, roto y acomplejado, salió al exterior, se sentía como un pordiosero llevando colgada de la solapa la invisible insignia de la soledad, caminaba por el barrio de Sabugo –antiguo poblado extramuros de la villa de Avilés, habitada por valientes pescadores, que en su día se enfrentaran, con un relativo éxito, a las pestes medievales armados con el jugo de los oricios- Siguió pensativo unos metros por la calle la Cámara, torció por la avenida de Alemania, que le dejó en Marcos del Torniello llegando a continuación a la plaza del Carbayo, casi pasó rozando los muros de piedra a su izquierda, de la vieja iglesia de Sabugo, se deslizó sobre el irregular piso, hecho con bolos de la mar, teniendo como dosel los soportales de la estrecha calle de Bances Candamo, va bajando sin detenerse hasta cruzar Carreño Miranda, viniendo a dar a Emile Robín, con la cara bastante menos congestionada –debido al calor y la ginebra- que cuando abandonó la sala de baile, aunque para nada contagiado del legendario espíritu de los pescadores del barrio por donde transitaba, que solían cantar en su tiempo, con ánimo guerrero esta copla: