Foto de Internet.
Ozú, mardita sea su arma, se repetía una y mil veces bajo un intenso fuego de artillería que proyectaba restos de piedra, barro y materia orgánica procedente de alguno de los desgraciado que, cómo él, procedian a defender una posición a sabiendas que no les tocaba estar allí y que, aún estando, lo hacían en una guerra que no era la suya. Llovía inmisericordemente sobre el Somme y él, Miguelito el Abogado, cómo le conocían en los cosos de tercera en los que había mostrado su valía con la muletilla con suerte desigual se maldecía cada vez que el sargento de aquella compañia se dirigía a él por Michel. No comprendía cómo se había dejado embaucar en una taberna del Soho londinense para entrar a combatir en aquella porquería de guerra en la que él, cómo español, ni pinchaba ni cortaba. Se retrepó sobre la fría tierra plagada de barro y esperó que pasara la embestida de los boches que machacaban la línea de trincheras sin cejar en el bombardeo exhaustivo de toda aquella trinchera llena de mierda.
Onceavo Batallón del Regimiento de Cheshire.
Miguelito había toreado en varias capeas con cierta fortuna, adquiriendo cierta notoriedad en aquellos primeros años del Siglo XX. No obstante aquello no le entraba demasiado por el ojo a su padre, un notario de Salamanca que pretendía que su hijo, el único, su primogénito heredara su puesto con el tiempo. Aquello de torear le venía al pelo, mucho más que pasear libros por la cátedra salmantina en la que su padre, cómo decano, tenía un más que ganado prestigio. Las capeas habían sido, por otro lado, una vía de escape más que precisa a la tensión que suponía tener a su progenitor narrándole las mil y una razones por las que el toreo no podría jamas superar en prestigio y dinero a la Notaría que le ofrecía. Aún así, las capeas con vaquillas eran eso, capeas, no suponían más riesgo que un revolcón a mala cogida y lo que él precisaba, a fin de foguearse y demostrarse así mismo era medirse con un toro de verdad, un morlaco de quinientos kilos. De esos cuyos cuernos afloran tres minutos del callejón que el toro propiamente dicho y que hacen que el corazón se ponga en la garganta cómo si te pegaran una patada en el arco del triunfo.
Una bala de mortero cayó cerca y pudo ver la pierna de un francés volar cerca suyo mientras la sangre brotaba a penas. La misma metralla que la había arrancado de cuajo la había cauterizado en el acto. Miguel sintió una arcada y se aferró a su fusil desviando la mirada hacía su compañero Peter, que con los ojos desorbitados parecía la misma efigie de la muerte, blanco cómo el mármol. Así lo había sentido él aquella noche cuando habían saltado en el corralón de los Victorino Pérez. Blanco se quedó al verse descubierto mientras daba un par de capotazos a un amapolado de casi quinientos kilos. Era uno de los capataces que intentaba echarle el guante y del que se zafó empujándole con tan mala fortuna que fue a caer sobre un rastrillo, atravesándolo de parte a parte mientras aquellos que lo acompañaban se perdían en la noche al tiempo que la Guardía Civil comenzaba a darle caza al alborear el día. Logró que su padre lo embarcara rumbo a Inglaterra y allí trató de olvidar. Olvidar la losa que se cernía sobre él.
Trincheras de Sangre y Barro.
Los boches estaban cerca, los sentía, los olía. En Londres había vivido tranquilo hasta que un día alguién le cuchicheó que le estaban buscando, que alguién había hecho correr la voz de que había matado un hombre y que por ello las autoridades le andaban buscando. Eran los días de la Gran Guerra. Se puso nervioso, pensó que sería procesado, ignorando que la Justicia Británica nada tenía que ver con la española y en un momento de agónica pérdida de la razón entre pinta y pinta de cerveza se enroló para luchar en Europa. Había sido el gran salto de Miguelito el Abogado para convertirse en Michael Robert. Michael cubierto de barro y tripas humanas Robert. En aquel momento un boche saltó sobre el y se revolvió contra él dándole apenas tiempo a anteponer su fusil a una andanada de bayoneta que le habría seccionado la yugular. El alemán gritaba cómo un poseso mientras la trinchera saltaba en llamas. Seres humanos que no se conocian de nada dándose candela sin saber porque lo hacían ni para que.
Michael, Miguel, se hacía fuses para contrarrestar la energía del germano mientras comenzaba a llover una vez más, la décima desde que amaneciera apenas dos horas antes. Sentía que las fuerzas lo abandonaban mientras el ímpetu del alemán le hacía luchar una y otra vez por su vida en aquella rampa asquerosa, embarrada y escurridiza en la que se había convertido el parapeto de la trinchera. Miguel pensaba en su padre, en su madre, en la vergüenza en la que habría sumido a su familia, en la idiotez de querer ser torero y acabar en aquel agujero en el cual, si moría, nadie encontraría nunca su cadaver. El boche se ponía pesado y pudo al fin meter la bota entre él y su enemigo e impulsarlo hacía atrás zafándose de él. Sus galones embarrados e ininteligibles se habían convertido en tenebrosos elementos igualitarios entre todos los que en aquella trinchera luchaban por salvar la vida propia o condenar la ajena antes de que una bayoneta o una pistola hicieran bien su trabajo.
Somme.
Miguel se incorporó y vislumbró a su enemigo, tirado en el suelo, tan embarrado cómo él. Impregnados ambos del barro que los igualaba, que no permitía distinguir entre uniformes, grados o regimientos. Sacó su puñal de combate y escupiendo la sangre que se mezclaba con una horrorosa flema producto de la fiebre y el resfriado que la humedad de aquel maldito lugar le había regalado tras cuatro días de guardia en aquella trinchera empapada, sintió cómo la furia se adueñaba de su ser viéndolo todo rojo a su alrededor. Se tiró sobre aquel ser humano y sintió la punzada del error en su estómago mientras caía sin poder detenerse sobre la bayoneta de más de veinte centímetros de su contendiente, interpuesta entre ambos en el último segundo. Sintió lo que siente el toro al ser atravesado por el estoque, al sentir su tripas revolviéndose en torno a un trozo de metal que ya puede estar tan frío cómo el Ártico, que a tí te supone sentir el más candente de los dedos del infierno.
Michael, Miguel el Abogado, el anónimo soldado del regimiento británico que había sido barrido por los Boches en aquel perdido rincón de Francia se sintió morir cuando al extraer la bayoneta su enemigo para seguir buscando carne de cañón que trinchar. Conteniendo el escape de materia que se escapaba por momentos de su buche contuvo una nueva arcada, ésta de su propia sangre que, abriéndose camino trapaba por su esófago buscando la salida de la boca y la nariz. Sintió frío, gritos a su alrededor, entrechocar de metales y, en un momento dado, un silencio atronador y absoluto que le transportaba a un lugar cálido, seguro y tranquilo. Era el momento de entregar el alma mientras recordaba cómo no había sido nada y cómo se abandonaba de éste mundo sin haber hecho nada que le recordara. Sintió una tristeza absoluta mientras cerraba los ojos.Sentía la tranquilidad de la nada. La sangre brotando, el dolor desapareciendo... El Somme se había cobrado una nueva, y no última, víctima.