Hace días me sucedió algo que no esperaba.
Al bajar a darle el desayuno a mis perros, aproveché para ponerle las gotas en el oído a Rocky (lo tuvo un poco inflamado, pero poca cosa). Las medicinas de mis canes se hallan dentro de sendas cajas de galletas campurrianas -ya sin galletas-, en una de las estanterías sitas en el estudio perruno. Cuando agarré la caja de las gotas, así, de pronto, le vi.
Apareció ante mí de forma serena, relajadamente. Me miró, le miré, los perros nos miraron y el tiempo pareció pararse.
En mi mente surgieron imágenes de viejos reinos con gigantes castillos. Bailes de palacio, caballeros de acero y bellas damas comenzaron a desfilar ante nuestras sorprendidas miradas. Temiendo que huyera, asustado, tendí mi mano y, lejos de irse, continuó clavando sus ojos en los míos, mientras proseguía el desfile de otros tiempos, otras vidas y otros mundos.
No quería que los demás me tomaran por loca, así que, protegiéndole con sumo cariño, le hice entrar en mi humilde morada para que los demás le viesen y admirasen tanto como yo. Y así fue.
Después, volvimos a quedarnos a solas.
Regresamos al jardín donde sé que gobierna y en donde tanto me gusta disfrutar de su voz, de mis perros y plantas. Le dije que huyese, que se pusiera a salvo de extraños, que ojalá pudiera liberarle del hechizo con el que alguna bruja malvada le había castigado en esta ocasión. Le dejé libre, pero he aquí, que sólo deseaba volver a mis manos una y otra vez.
Entonces lo supe. No había duda alguna. Se trataba de mi amado príncipe...
Sin temor ni vergüenza. Sin rubor ni esfuerzo alguno, lo acerqué a mis labios y le besé con pureza, ternura y amor. De súbito,saltó y se sumergió en el estanque mágico en que la fuerza de Eolo y la extrema generosidad invernal de Tláloc han transformado a nuestra coqueta piscina.
Fue entonces cuando conocí la verdad: sí era él mi príncipe, mas no soy yo su princesa...
Nota: su figura se ha difuminado para evitar que sea reconocido.