Pasaban largas horas besándose, comiéndose con los ojos, abrazados bajo una manta cálida de amor y deseo. En las primeras semanas, cuando todo comenzó, metían sus manos en los bolsillos traseros de los pantalones del otro y sobre aceras congeladas luchaban contra el frío. No había tiempo para mucha conversación. Se besaban a cámara lenta y con pies de plomo.
-¿Te das cuenta de que prácticamente no hablamos?-, le dijo ella entre risas en la quinta cita.
A él, que ya empezaba a soñar con ella, se le quedó grabada aquella frase. Tanto que al día siguiente imprimió en una hoja el código morse. “Podríamos seguir hablándonos mientras nos besamos, ¿qué te parece?”, le sugirió. Ella hinchó los mofletes, le miró como si estuviera loco y asintió con la cabeza.
Aquella misma noche, repasaron una a una las letras del abecedario. Y jugaron a crear palabras. Un beso corto significaba una “e”. Uno corto y uno largo, una “a”. Y tres largos, una “o”.
El siguiente paso fue iniciarse en la composición de frases cortas. “Necesito que me beses”. O “te echaba de menos”. Conocían las letras al dedillo. A la tercera semana, lo que había comenzado como un juego se convirtió en una auténtica forma de comunicación. Tanto es así que mantenían largas conversaciones sin hablar una palabra.
La cosa empezó a complicarse cuando cumplieron el primer mes. Se les podía ver besándose en una esquina, aparentemente felices como en la primera cita. Aunque en realidad discutían. Viva y acaloradamente. Con rencor y en silencio. “Ya nunca me pides que te bese”, le decía ella entre besos.
Aquellos “te quiero” del principio, breves y concisos, mutaron después en enrevesadas frases inquisitorias. “Ya no me besas con pasión”, le volvió a decir en 27 besos cortos y 25 largos. “Simplemente nos pasamos horas hablando en código morse y yo ya estoy bastante harta de todo esto”.
Entonces él se estremeció.
-¿Y qué quieres que hagamos?-, le preguntó en sus últimos besos.
-Que lo dejemos-, le respondió ella en voz alta.