Bienvenidos a la realidad

Publicado el 20 noviembre 2010 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la 11a en la saga de la Señora W. y también la 22a en la saga del Dr. Kovayashi.

Basta | Continuará…

_ “¿Y, Jefe, qué hacemos? Van 147…” El tachero, intrigado desde el primer momento, había sido lo suficientemente vivo como para no bajar nunca la bandera. Sin embargo, llegado cierto momento la espera se le había tornado aburrida y hasta, de alguna manera, preocupante. Por eso hizo tronar su vozarrón dentro del taxi, y sólo así consiguió sacar a los esposos del extraño trance en el que estaban sumidos.

El sol caía sin piedad sobre la calle, que a causa del reflejo que grisaba las sombras presentaba un aspecto irreal. Las veredas estaba vacías. Las ventanas conservaban los postigos entrecerrados y Rómulo y W. apenas podían abrir los ojos. Sin embargo, pudieron reconocer aquella fachada que alguna vez fuera blanca. Rómulo no cabía en el asombro de estar nuevamente ante esa casa de ventanas clausuradas y frente insípido sin balcón ni arbolito. Ver otra vez la puerta de metal hizo que su corazón se arrugara como les sucede a los cobardes antes de entrar en acción. Sabía que detrás se escondía esa escalera que los había llevado hasta Micaela, Daibushi y El que era el Cardo de Flores. Por el contrario, la Señora W. estaba maravillada; con un suspiro triunfal anticipó el comentario que, tal vez, nunca debió haber hecho. “Lo logramos, Rómulo, lo logramos. Somos libres…”

_ ¡¡¡Noooooo!!!

Rómulo había perdido su condición humana. Devenido en un animal tan inmenso como salvaje, sintiéndose a la vez traicionado, decepcionado, estafado, humillado y, por sobre todo, miserable, saltó a la vereda sin cerrar la puerta del taxi. El tachero lo siguió de cerca con la mirada, al tiempo que su instinto lo hacía acariciar el garrote amansalocos que llevaba “por si acaso” bajo la butaca. “Pero… ¿qué te pasa, mi amor? Ahora podemos volver a nuestra casita…”, preguntó W., ya en la vereda. Sin dudas, la puerta metálica era inexpugnable: los puntapiés furibundos de Rómulo apenas habían conseguido rajarle uno de los vidrios, y eso lo exasperaba. Sin embargo, lo que más furioso lo ponía eran los latidos de su pie machucado: era la confirmación de que sus sueños de inmortalidad estaban enterrados para siempre.

_ “¿¿Que qué me pasa?? ¡¡Esto me pasa…Esto me pasa, pedazo de mierda!!” Y a la velocidad del rayo Rómulo agarró a su esposa por el cuello, hundiendo ambos pulgares en el centro. La zamarreaba con violencia de adelante hacia atrás como quien sacude un nogal para hacer caer las nueces. “Hija de puta… ¡Hija de remilputa!”, repetía a los gritos, sin control, una y mil veces. “Soy mortal. Eso me pasa, ¡¡pe-da-zo-de-mier-daaaa!!” Gritaba, sacudía e insultaba; apretaba más, sacudía y gritaba, siempre mirando los ojos anóxicos de W. Y habría terminado de ahorcarla de no haber sido porque un terrible dolor en la cabeza y un nubarrón negro en la vista lo hicieron aflojar y caer inerte sobre las baldosas. Entre toses, arcadas y escupitajos color carmesí, W. también cayó.

El tachero guardó el amansalocos y asistió a la Señora W. Bastante tiempo después, una vez que ella se recuperó y estuvo en condiciones de ponerse de pie, se las arreglaron para meter a Rómulo en el baúl del taxi. Era una calle muy llamativa. Ningún vecino estiró el pescuezo para ver qué pasaba. Pese a las patadas en la puerta, nadie salió de la casa de Micaela, y aun en medio del alboroto, los patrulleros brillaron por su ausencia.

_ “O yo entendí mal o este se creía inmortal…”, preguntó el taxista.

_ “No sé… Últimamente se ha comportado de manera muy extraña.”

_ “¡Ya veo!” Asombrado por la locura de Rómulo, conmocionado por haber tenido que intervenir, el taxista le ofreció a W. ir directamente a la comisaría.

_ “No. Regresemos ya mismo adonde este viaje comenzó. A la calle Tres Sargentos.”


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