En los tiempos de Hikoboshi y la Princesa Tejedora, el amor era una cosa mucho más complicada: había que conseguir hasta la ayuda de las urracas; ahora basta con tener cuenta de Facebook.
Cuenta cierta leyenda japonesa – hay una versión análoga en China – que la Princesa Tejedora, la estrella Vega, fabricaba para su padre, el Rey Celestial, telas preciosas, trabajando como esclava durante todo el día para tenerlas listas a tiempo. El trabajo es una de las causas principales de la infelicidad humana, y la muchacha, como la mayoría de los pobres, se veía obligada a hacerlo más horas de las que estipula el Código Laboral sin una remuneración justa y sobre todo sin la posibilidad de conocer a un compañero que haga su vida menos amarga.
Preocupado porque su mano de obra gratuita deje de rendir, el Rey Celestial invitó al pastor Hikoboshi, la estrella Altair, a tomarse unas copas en casa y el flechazo entre él y la tejedora fue instantáneo.
Ambos se casaron, pero no fueron felices para siempre. El fuego de la pasión calcina el cerebro de los esclavos, empujándolos a olvidar sus tareas; la flamante pareja no fue la excepción: ella abandonó el tejido, al tiempo que su cónyuge dejaba que el ganado de su suegro se desperdigara por los cuatro puntos cardinales del universo.
Furioso, el señor esclavista separó a los amantes, uno a cada lado del río Amanogawa, la Vía Láctea, pero los lloros de su pequeña lo conmovieron tanto que accedió a que, si los jóvenes terminaban sus tareas a tiempo, se encontraran una vez al año – el séptimo día del séptimo mes – para amarse. El problema, sin embargo, era que ambos tenían que atravesar el mencionado río y ni los gringos han sido capaces de construir un puente que cruce la vía Láctea; de manera que los lloros y los lamentos volvieron a entrar en escena hasta que, conmovidas, las urracas se ofrecieron a convertirse en el enlace sobre el que los amantes caminarían para estar juntos.
El anterior es el trasfondo mitológico que sustenta el festival de Tanabata, celebrado usualmente el 7 de julio de cada año en el Japón. Durante este los jóvenes enamorados cuelgan en árboles de bambú hojitas de papel llenas de deseos y al llegar la medianoche, mientras los fuegos artificiales iluminan el cielo, los echan al río con la esperanza de que los dioses los hagan realidad.
Si el diablo se ve como Elizabeth Hurley, para ¿qué quiere comprender al amor?
Es muy frecuente preguntarse por qué el amor es tan complicado como para que hasta Altair y Vega – ¡dos estrellas! – tengan que encaramarse sobre los lomos de unas aves de graznidos poco agradables para llegar a ser felices y supongo que, como escribió Dostoievski al respecto de las mujeres, “ni el diablo lo comprende”.
En todo caso, el amor es una fuerza motora tan poderosa que ha alcanzado, por obvias razones, a la más sofisticada de las creaciones humanas: el arte. Es tan cierto que incluso campos tan increíbles como la literatura, el cine y el teatro de ciencia ficción en algún momento mencionan a un romance enquistado en las membranas de la historia de una invasión extraterrestre o de un apocalipsis cibernético.
Adolfo Bioy Casares – escritor argentino injustamente relegado a segundo plano por la gigantesca figura de su amigo y cómplice Jorge Luis Borges –, por ejemplo, era un entusiasta tanto de la literatura fantástica como de la literatura de temas amatorios y no sorprende que aseverara en cierto momento que estos dos géneros eran los únicos que merecían la pena de ser escritos.
Bioy dice: “solo porque soy exitoso con las mujeres, pudiente y talentoso -I’m sexy and I know it!-, este sujeto me mete en su blog; ¡arribista!”
Tal vez la explicación de este gusto pueda hallarse en su propia personalidad. Por principio, Bioy era un hombre muy exitoso con las mujeres, pudiente y de extraordinario talento literario – tres cosas que ni usted, mi querido lector, ni yo seremos nunca –, además, educado en una civilización argentina de principios del siglo veinte que era reconocida por rivalizar en cultura con la propia París y en cuyas editoriales, escritores de Europa como Ramón Gómez de la Serna, no dudaban en publicar encantados.
Bioy, premio Cervantes de 1990, amaba el amor y, como Borges, amaba la literatura fantástica. Varias veces se dejó seducir por la idea de unificar ambas temáticas y en la mayoría de los casos tuvo éxito. Uno de sus experimentos más geniales es La invención de Morel.
La influencia de La isla del doctor Moreau de Wells se puede detectar más allá de la simple analogía entre títulos, pues el héroe de la historia es un personaje que huye de la civilización occidental por haber cometido un crimen – del que se desconocerán siempre los detalles –, recalando en una isla a la que todos los marineros temen ir porque cierta peste terrible – cuyos síntomas son similares a los de la radiación – ha aniquilado tanto a los habitantes como a los turistas que de tiempo en tiempo acudían a descansar en sus playas.
Al principio, el fugitivo piensa que se encuentra solo pero eventualmente se percata que hay varias personas vacacionando aún allí. Entre los turistas descubre a una mujer y, después de espiarla por algún periodo, termina enamorándose de ella; la investiga, sale de su escondite entre los pantanos de la isla, internándose en el museo donde habitan sus ignorantes compañeros. Estos aparecen y desaparecen, un instante están al alcance de las manos del fugitivo y casi en seguida se esfuman.
El misterio envalentona al héroe, empujándolo a ensayar un acercamiento con la mujer que ama para salvarla de las garras del infame doctor Morel, quien la acosa con su insistencia amorosa todas las tardes a vista y paciencia del fugitivo.
“La invención de Morel”, una alternativa loable para los que leen a Osho o “Cincuenta sombras de Grey”.
Su sorpresa es mayúscula cuando, decido a jugarse toda la baraja por su gran amor, descubre que ni ella ni ninguno de los vacacionistas existen en realidad y que solo son imágenes proyectadas por un reproductor de cine, inventado por el monstruoso Morel para atraparse a sí mismo y a la mujer que tantas veces lo rechazó dentro de una película; esta, cuando las mareas suben, se pone en acción reproduciendo a la pareja unida para siempre. El doctor había descubierto la manera de hacer que lo amen eternamente aunque sea dentro de un filme.
El fugitivo opta entonces por hacer lo mismo y se graba superponiéndose en la cinta sobre la imagen del malvado inventor, salvando así a su amada de una eternidad espantosa, al tiempo que se condena él mismo a otra igual.
Bioy comprendía que el amor es una pasión que enceguece, empujando a los humanos a caer en posos humillantes o encumbrándolos en cimas magníficas. Es una fuerza tal vez tan poderosa como la de la propia naturaleza, es quizá el único camino que nos queda, toda vez que la civilización se hunde en la guerra, la tiranía y la barbarie. El amor, parafraseando a Pessoa, nos hace caer en el ridículo, pero qué criaturas tan ridículas seríamos si no caemos en el amor.
Hasta aquí el texto de esta semana, los dejo antes de que mi novia me maltrate por llegar tarde a nuestra cita…
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