Revista Talentos

Bocanada de humo

Publicado el 11 agosto 2015 por Isabel Topham
Era vendedor ambulante de helados, y aunque tan sólo hacía helados de dos bolas eran los más famosos de la ciudad, e incluso la calidad podía ser incluso peor que la de tiendas oficiales de su alrededor. Pero, las crítica que recibía como vendedor eran muy confortables; por lo que, siempre estaba a rebosar de clientes. Estaba cerca de un velador que se encontraba en la esquina de la plaza, a cuya izquierda había una ermita y a su derecha algún puesto ilegal de pulseras y abalorios. Por otro lado, casi siempre había niños jugando por allí y, en la mayoría de las veces, un barullo de gente que se formaba en aquel bar; que le hacía tener clientes a cualquier hora del día. Siempre llevaba una bata blanca que le llegaba hasta las rodillas bordada de un hilo rojo conjuntado con los botones y un toque blanché de color blanco en honor a la bata, por debajo del uniforme llevaba su ropa y unas zapatillas de hacer deporte demasiado desgastadas y viejas, de color mugre.
Trabajaba desde muy temprano hasta tarde, recogiendo el chiringuito a las tantas de la madrugada con el último helado guardado para un joven chaval que, andaba siempre jugando con un cochecito de juguetes agarrado a un osito de peluche con un parche en el ojo. Vestía con muda con trapos de cocina, y casi siempre le faltaba un zapato quedando al descubierto que nunca llevaba dos pares de calcetines iguales. En ningún aspecto. De vez en cuando, e incluso de manera seguida, se ponía muecas de dolor al apoyar ambas manos en la barriga aparentando no haber comida en días. Desde que un día se interesó el vendedor ambulante por él, no hacía más que pedirle favores. Aunque nunca fueran directos, ni fueran ciertas la mayoría de sus historias, simplemente se dejaba llevar por la buena voluntad de aquel viejo señor, para sacarle provecho y beneficio propio.
Habitualmente, cada noche sobre las doce y media de la noche, después de que su madre se acostase, iba a la cocina y abría uno de los cajones para vestirse con algún harapo y, luego, se bajaba a jugar con dos de sus juguetes. A veces, se ensuciaba la cara e incluso, ensayaba durante varias horas en el espejo para poner una cara triste que le transmitiese pena. Tenía más o menos todo bien calculado, y siempre tenía que esperar una media hora hasta que se fuera pero antes debía de hacer como que llevaba tiempo allí y no tenía un hogar en el que vivir. El vendedor siempre se iba bajando la calle de su portal, y siempre le encontraba por allí. Cada vez que le encontraba, le decía algo, levantaba muy lentamente la cabeza y fingiendo estar mal, con alguna que otra lágrima en los ojos, se apresuraba a sonarse la nariz, mover los labios y, seguidamente, a decir en voz baja y de manera muy lenta:
─ Tranquilo, estoy bien. Tú no te preocupes por mí, ya me las apañaré yo solo. ─ Pero, a medida que lo decía, se descojonaba por dentro. No entendía cómo aquel estúpido señor se podía estar creyendo toda aquella pantomima sólo por robarle su último helado, y hacerle creer que se lo estaba guardando. En cuanto terminó de hablar, y de soltar algún que otro gimoteo para que sonase algo más creíble, alzó las manos para recoger su ansiado helado dejando al descubierto las viejas y arrugadas manos del vendedor debido a la edad que tenía.
Una vez que se encontró y charló con aquel niño, dándole así su única ofrenda, se iba por la misma calle por la que viene cada mañana. Alejándose de aquel siniestro lugar, que para él es una maravilla, a pequeños pasos y entre el vacío y la oscuridad de la noche. A pesar de tener el negocio más famoso de la ciudad, nunca llega a hacer caja frente a los innumerables gastos que tiene en deuda. Aún así, y cada noche antes de acostarse, siempre le saca una sonrisa el haber ayudado a un pobre niño de siete años que, para su desgracia, no tiene ni comida ni hogar.
Al menos, no se puede quejar ─ Pensaba.
A veces, respiramos humo creyendo que es aire. 

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