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Borrador de mi novela - capítulo 2º

Publicado el 28 diciembre 2011 por Laguarida
Os dejo con el segundo capítulo de mi novela "El color del alma".
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2
Noviembre de 1945
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Aquella mañana, el Sol llegabatarde a su cita y el invierno, impaciente, anticipaba sus rigores. La escasezde luz y el vapor de la locomotora, confabulado con la niebla, provocaron unapeo de pasajeros muy embrollado que complicaba la labor de encontrar al amigorecién llegado o a la familia expectante, la maleta soplada o la gallina huida.El tío Recio, farfullando y a empellones, intentaba abrirse paso en medio de laalgarada. Sus grandes ojos negros, que se elevaban por encima de la mayoría,otearon por fin una vía de escape. En el vestíbulo de la estación se dio unpequeño respiro y estiró su espalda tratando de recomponer su anatomía: eldinero adelantado por los curas le alcanzó lo justo para viajar en segundaclase y a los cuarenta y seis años su cuerpo mostraba los primeros síntomas derebelión frente al mal trato. Tras preguntar a un determinado número depersonas que dijeron no ser de allí, alguien le aconsejó:-En la ventanilla, hombre,pregunte en la ventanilla.Mientras aguardaba vez en lacola, le abordó una mujer encogida y arrugada que vendía altramuces. Eximida delos rubores y los sonrojos que atañen a las jovencitas, la anciana elogió lagalanura y el buen porte del tío Recio y sugirió regalarle un cucurucho. Pese ala negativa del hombre a la componenda, la mujer le dedicó una desdentadasonrisa. Llegó su turno:-Buenos días, buen hombre.¿Conoce el colegio de huérfanos de Santo Tomás de…? –quiso preguntar el tíoRecio.-Eso no forma parte de micometido.-Ya me figuro, pero es que yo…Pe… pero, oiga. ¡Será desgraciado! –le gritó al funcionario que cerró laventanilla sin mayor explicación y que a continuación sacó del cajón de un escritorioun pequeño bulto envuelto en papel de periódico grasiento.-El Ambrosio no perdona jamás lahora de su almuerzo. ¿Busca usted el colegio Santo Tomás de Aquino? –lepreguntó la anciana de los altramuces.El tío Recio sacó unas monedasdel bolsillo y, maleta en mano y cucurucho en la otra, salió de la estación. Lamujer le había indicado que se encontraba a menos de veinte minutos de camino ydecidió recorrerlo a pie para ahorrarse el tranvía. Su orgullo de Recio, y deserrano, le impidió abrigarse adecuadamente para visitar una tierra costera degente melindrosa. Sin embargo el frío húmedo se le metía sin piedad en loshuesos y el tío Recio sustituyó las blasfemias por una camisa de franela acuadros que añadió a la otra que ya llevaba puesta. Los aromas procedentes deuna tasca despertaron su apetito. Se preguntaba que habría sido del trozo depan con tocino que cenó en el tren. Se abstuvo de entrar y gastar dinero: losaltramuces le calmarían de momento y su amigo Camilo, proveería un buenalmuerzo de bienvenida.Llevaba más de media horaandando y empezó a mostrarse dubitativo. Todas aquellas casas le parecíaniguales, la mayoría carecía del número indicativo y le costó más trabajo delque pensaba encontrar el orfanato. Inseguro, el tío Recio se decantó por unedificio sustancialmente más grande que el resto y que se alzaba en medio de unconsiderable terreno cercado en parte por un muro derruido, en parte por unseto mal cuidado. Una gran puerta de forja medio abierta le invitó a entrar enel recinto. El estruendo de las bisagras le sobresaltó y se acordó de lahipotética madre del enrejado. Al llegar al edificio, buscó sin suerte elnúmero. En la fachada solo existía la prueba en forma de tornillos retorcidosde que en su día un cartel anunciaba la actividad de aquel lugar. El humo delas chimeneas y el movimiento de cortinas tras las ventanas le advertían depresencia humana en el interior. Se sentía incómodo por la posibilidad deencontrarse en una propiedad privada y de que alguien pudiera llamarle laatención, circunstancia que hubiese preferido evitar ya que su temperamento nodigería fácilmente los sermones. Suspiró y se insufló de valor. Cauto perodecidido, golpeó sutilmente con sus nudillos la poderosa puerta de madera que,al rato, se entreabrió lo justo para que un pequeño sacerdote desconfiadoasomara su nariz aguileña.-Buenos días, padre –saludócortésmente el tío Recio.-Buenos días. ¿Qué se le antoja?–saludó la nariz.-¿Cómo? No, no. A mí no se meantoja nada, padre. Ha debido confundirme con… Bueno, igual soy yo elconfundido pero me parece que es aquí… En fin, verá usted, en la carta… Vamos,en definitiva, que yo venía a ver al padre Camilo… -le trató de explicar.-El padre Camilo ha salido,vuelva otro día –le interrumpió y cerró la puerta, textualmente, en sus romanasnarices.El tío Recio, que ya se sabía enla dirección correcta, no se amilanó y, en esta ocasión, sus nudillos seestrellaron con violencia contra la estremecida puerta de madera que se abriópor completo permitiendo al suspicaz clérigo mostrar todo su ser que ni depuntillas llegaba a la altura del prominente mentón del tío Recio.-¡Oiga, majadero! ¿Quién se hacreído usted qué es? –le imprecaba estirando su cuello enflaquecido para tratarde nivelar las miradas.-Yo no me creo nada, padre –lerespondió irritado mientras masajeaba su nariz-. Y no soy ningún degenerado. Unmaestro de escuela que además viste sotana debería cuidar su lenguaje, ¿no leparece?-¿Cómo se atreve? –le gritó conlos puños cerrados.-No me caliente, padre. No mecaliente. He hecho un largo viaje para llegar aquí y no pienso irme. El padreCamilo me envió esta carta para que viniese a verle. Tenga, ande, lea.-¿Es usted el artista? –lepreguntó receloso tras leer la carta, sin terminar de dar crédito a laspalabras de aquel hombre con más aspecto de labrador que del escultor que elsacerdote se esperaba.-¿Artista?, no sé si tanto. Yosoy Pedro Recio Hernández, natural del Orejón,maestro ebanista y tallista aficionado.-Por amor de Dios, señor Recio.Ustedes los artistas con sus aires bohemios se prestan a la confusión y adesagradables malentendidos. Yo soy el padre Andrés. Ande pase, pase. No sequedé ahí. ¿Por qué no dijo antes quien era usted?Al tío Recio le habría gustadorebatir que no le había ofrecido la oportunidad de explicarse pero prefiriósofocar el malhumor y ser más práctico con aquel cura picajoso y quizá así leofrecería algo para almorzar:-Bueno, hombre de Dios, pelillosa la mar, ¿eh? -Sí, claro, claro. El señor nosdota de paciencia infinita. Ahora tenga la amabilidad de seguirme –le dijo yade espaldas, encaminándose por un largo pasillo.-La madre que parió alpichafloja: hacerme venir desde tan lejos para darme plantón –musitaba el tíoRecio.-¿Decía algo?-No, nada, nada, padre. Cosasmías.El tío Recio seguía los cortos yrápidos pasos del cura a través del pasillo dejando a su derecha paredesdesnudas donde se apreciaban las huellas de aquellos cuadros que fueranquemados años atrás. A su izquierda se sucedían grandes ventanales querevelaban la existencia de un gran patio interior que en su día debió albergarun precioso jardín con perales y limoneros, ahora secos. El tío Recio comenzó avislumbrar al fondo una cocina en la que un enorme cura amasaba pan. Eldelicioso olor que procedía de aquel lugar hizo mella en su orgullo y no pudoreprimir la exclamación.-¡Ángeles del cielo! Huele agloria bendita.-Es el pan para la comida. Elpadre Esteban está bendecido con el don de los pucheros. En esta época deescasez, nuestro apreciado hermano se las ingenia para darnos a todos de comer.Y claro, imagínese la cantidad de bocas hambrientas que tenemos en estaescuela. Con muy poco lo hace todo rico. Incluso, el señor obispo nos encargatodas las navidades la cena de Nochebuena.Justo cuando el tío Recio creyóque entrarían en la cocina, el padre Andrés abrió una puerta a su izquierda yle señaló un despacho grande y frío para que entrase.-Le ofrecería algo paraalmorzar, pero seguro que ya comió algo por el camino.-Bueno, sí, unos chochos, pero…-Aquí se sentirá muy cómodomientras espera al padre Camilo, señor Recio –le interrumpió mientras sacudíael polvo de una silla.-Nadie me llama señor Recio–murmuró para sí decepcionado.-¿Cómo dice?-Qué puede llamarme tío Recio.-¿Acaso tengo yo cara de ser susobrino?-Cojones, tampoco tengo yo carade ser su hijo, padre –le respondió el tío Recio ahorrando lo modales que no lehabían servido para calentar el estómago.-¡Virgen del amor hermoso!Ignoro donde se esconde su faceta artística, señor Recio. Espero por el bien deesta escuela que se halle en mejores condiciones que su carácter irritante.-Lo que usted diga, padre. Loque usted diga –rezaba el tío Recio acompasando el sorbido de la nariz con elsoniquete de las tripas.
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 De nuevo agradezco la lectura y os pido vuestra opinión. Gracias.

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