Revista Diario

Breve regreso al hogar

Publicado el 28 noviembre 2010 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la 12a en la saga de la Señora W. y también la 23a en la saga del Dr. Kovayashi.

Bienvenidos a la realidad | Continuará…

Rómulo despertó varias cuadras antes de que el taxi llegara a Tres Sargentos. Para sorpresa del chófer, los ruidos que provenían del baúl no atemorizaban a la mujer. Muy por el contrario, parecían despertar en ella un sentimiento de compasión, como si hubiera olvidado que el monstruo ahí encerrado había estado a un tris de mandarla al más allá. El tachero, que no se destacaba por sus luces, concluyó que Rómulo no era el único chiflado en el taxi, y de no haber sido porque el viaje estaba a punto de terminar, los habría obligado a bajar en cualquier esquina. “Además, todavía no sé quién me va a pagar el viaje”, pensó, y pisó el acelerador. Un oscuro presagio cubrió súbitamente el parabrisas del taxi como un baldazo de tinta: acababa de entender que los problemas aún no habían terminado.

Tres Sargentos lucía extraña ante los ojos de W. Solía ser una calle tranquila, pero esa tarde mostraba una agitación anormal que ella no supo, en principio, a qué atribuir. Lo primero que notó fue una gran camioneta estacionada frente a su casa, y como había un automóvil estacionado frente al chalet del Dr. Kovayashi, el taxi debió buscar un lugar sobre la vereda opuesta. Unos metros más allá del edificio del finado Scalisi, la Señora W. también divisó un camión de mudanzas con un par de peones que de su interior extraían lámparas, escritorios, sillones y demás muebles de oficina. Al salir del taxi, W. descubrió que el ventanal de Scalisi estaba abierto, al igual que la puerta del edificio, y que al lado de la misma, sobre la fachada de mármol, un hombre de traje colocaba una placa de bronce.

No bien el motor del taxi se detuvo y el tachero y la Sra. W. abrieron el baúl para dejar salir a Rómulo, el mismísimo Dr. Kovayashi salió apurado de su casa y fue a su encuentro cruzando la calle con largas zancadas. Acaso fuera el aspecto de Rómulo, con sus facciones desencajadas, cubierta su cabeza por costras de sangre y con un abultado chichón en la nuca, lo que previno a Kovayashi de saludar a la pareja con efusión. El taxista volvió a sorprenderse de la calma que mostraba Rómulo, quien mansamente se dejaba revisar la cabeza por el Dr. Juzgó, entonces, que ese era el momento ideal para facturarle a alguien ese costoso viaje, y si bien lo intentó, fue ignorado por todos los presentes. Personajes y acontecimientos llamaron poderosamente la atención del hombre de la placa de bronce, que se volvió hacia ellos como para presentarse. Mientras tanto, un segundo hombre de traje vigilaba la calle y acomodaba cajas en el balcón del primer piso.

_ “Al menos por fuera está todo bien, Rómulo”, lo calmó Kovayashi, aunque con la mente puesta en otras cuestiones. El Dr. observaba con atención el movimiento en la casa del matrimonio. Puertas y ventanas estaban abiertas de par en par. Dos muchachos entraban y salían con todo tipo de objetos, y la gran camioneta estacionada frente a la casa parecía estar repleta. Más allá, disimulados tras el tronco grueso de un plátano, dos hombres acechaban. El primero era un hombre más o menos bien vestido, con una melena entrecana y sucia peinada hacia atrás, y con una llamativa cara de hamster. El segundo era Daibushi.

_ “¡¡Nos vacían la casa, Rómulo!!”, gritó W., y todos salieron corriendo hacia allí. La Señora W. apenas dirigió una breve mirada al mago y continuó hacia el interior de su casa. Pero Rómulo, el taxista y el Dr. Kovayashi interpelaron con agresividad al mago, quien por única respuesta declamó: “Vuestra estupidez e ingenuidad no dejan de asombrarme. Les permití ingresar al dominio de la magia, ¡mi dominio! Los guié a través de los senderos para que sanaran de sus pesadillas, les concedí la posibilidad de ver el futuro, ¿no es así, Rómulo?, y hasta coquetearon con la inmortalidad. Les he hecho reconocer sus miserias y les he provisto de las mejores herramientas para continuar viviendo en la realidad. Sin embargo, abandonaron el tratamiento por la mitad… ¡Qué deshonor! ¡Qué ofensa!” Rómulo y el resto no cabían en su asombro. Y Daibushi continuó su discurso, cada vez más vehemente y amenazador: “Ahora ha llegado el momento de cobrármelas todas juntas, y el precio que he fijado incluye absolutamente todas sus pertenencias, que ya he tomado y vendido al señor anticuario aquí a mi lado.”

La ira no le permitía a Rómulo pensar con claridad, ni evaluar alternativas, ni prever consecuencias. Era un toro ciego abalanzándose contra el mago con la esperanza de zaherirlo o, si le era posible, matarlo. Pero la carrera fue menos corta que inútil puesto que Daibushi, el que a todo se anticipa, aguardaba tal arremetida. Cuando tuvo a Rómulo a su alcance cargó sobre él con las manos en punta cual bayonetas, golpeándolo en el pecho y en el cuello; y si bien el atacante era aún joven y fornido, un codazo vertical sobre las cervicales terminó por hacerlo caer como un muñeco de peluche desde una repisa. A los asombrados testigos, la suerte de Rómulo se les atascó en la garganta como una bola de pelos, y algunos hasta lo dieron por muerto. Sin embargo, Rómulo aún vivía. Había quedado tendido en una posición extraña, de costado, arqueado hacia atrás y mirando hacia su casa. Todos se conmovieron por la mueca en su semblante, una mueca que erradamente asimilaban a un dolor insoportable. No podían saber que a causa de los golpes el cuerpo de Rómulo había perdido la sensibilidad; estaba adormecido y ni siquiera notaba que Daibushi había pisado su cuello y lo apretaba contra las baldosas.

_ “Debería quebrártelo por imbécil…”, gritó Daibushi con la mirada clavada en el pollo que le acababa de acertar en la cabeza al indefenso Rómulo. “Y agradecé que te dejo la casa…”

En ese preciso instante, la Señora W., que había revisado toda la casa, apareció en la puerta. “Dios, ¡qué bonito es mirarla!”, pensaba Rómulo desde el piso. “¿Qué me importa no ser inmortal si estoy su lado? Me comporté como un pendejo, pero ahora entiendo lo hermosa que es la realidad. Cuando me ponga de pie y todos se hayan ido a sus casas correré hacia W. para abrazarla. Empezaremos de nuevo, lo sé. ¿Por qué no me habré sentido así de feliz antes? ¡El pecho me estalla de amor!”

Mientras tanto, Kovayashi y los demás presenciaban una situación bastante diferente y difícil de comprender. La Señora W., estática y sin parpadear, había comenzado a balbucear desde la puerta. “Algo raro le pasa a esa mujer”, aventuró uno de los hombres de traje. “¡Tiene sangre en los ojos y en las orejas!”, pensó con horror el taxista. “Es el momento de liberar a Rómulo”, se dijo Kovayashi, que todavía utilizaba el sentido común.

_ “El relicario de… mamá” fue lo que último que ella dijo antes de que su cerebro estallara como una ojiva nuclear dentro de su cráneo y se convirtiera en foie gras. Así se lo había dicho Micaela, y así sucedió. La Señora W. cayó muerta sobre un cantero con yuyos.

Fue en ese momento cuando todos los hombres unieron sus fuerzas para terminar con Daibushi. Pese a que sus físicos daban lástima, en su interior se sentían parte de la infantería napoleónica en Austria. “¡Guarda!”, resonó el aviso de anticuario mientras subía con sus ayudantes a la camioneta. No era desconfianza en el poderío del Maestro, sólo cobardía. Kovayashi iba al frente. Detrás lo seguían el taxista y los dos hombres de traje, menos comprometidos pero solidarios. Todos llevaban sus puños cerrados y los ceños fruncidos. “Qué locura”, comentaban los peones de la mudadora en la vereda de enfrente, a los que se había sumado Jorgito tras abandonar el puesto de diarios. Ninguno de ellos habría de participar en la trifulca.

Con la velocidad del rayo y el interés del ladero servil, El que era el Cardo de Flores, que hasta ese momento había permanecido al margen, atravesó la calzada con ágiles giros acrobáticos. Los hombres enfurecidos no le dieron mayor importancia a la llegada del homúnculo y apenas percibieron la sonrisa del mago. Entonces, El que era el Cardo de Flores abrió la bolsa que llevaba y una bruma espesa cual excremento de marsupial cubrió la calle Tres Sargentos. Kovayashi y el resto debieron frenar en seco su carrera pues no veían mas allá de sus narices. Con el paso del tiempo la niebla se fue desvaneciendo como los ánimos de la tropa, y para cuando las formas recobraron sus siluetas, la calle ya estaba desierta. Daibushi, El que era el Cardo de Flores y el anticuario con sus ayudantes se habían mandado a mudar. Todo estaba quieto y en grave silencio, excepto por el murmullo de Rómulo que llegaba desde el piso. ¿Sería consciente de lo que había sucedido? Sólo Kovayashi podía entender aquel lamento casi imperceptible: “…w…. w….. w…”

Recién a las diez de la noche, Tres Sargentos volvió a la normalidad. La mudanza de los nuevos vecinos había finalizado y Jorgito y el taxista se habían escapado entre las sombras. Ambas veredas estaban ya despejadas y minutos atrás se había retirado el último de los patrulleros. Una primera ambulancia embolsó el cadáver de la Señora W. y lo llevó a la morgue. Una segunda se lo llevó al pobre Rómulo de urgencia al hospital público de la zona. Por su parte, el Dr. Kovayashi, incapaz de pronunciar palabra alguna, se hizo cargo del papelerío que le requirió un oficial de policía antes de clausurar la casa de sus infortunados vecinos con fajas y carteles. No bien Kovayashi hubo colocado la llave en la cerradura de su casa, escuchó un rumor a sus espaldas. Convencido de que ya nada podía sorprenderlo ese día, se dio vuelta. Eran los dos hombres de traje que pretendían terminar de presentarse. La conversación fue mínima y desanimada, aunque quedaron en encontrarse al día siguiente para charlar mejor. Al retirarse le dejaron una tarjeta en la que figuraba la dirección del departamento de Scalisi, y en el encabezado una intrigante leyenda en grandes letras negras:

HERIBERTO FEATHER & FERDIBALDO TELLER
Ficciones S.A.

 


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