Revista Literatura

Buenas noches, laura

Publicado el 05 junio 2015 por José Ángel Ordiz @jaordiz

FRAGMENTO DE LA NOVELA (en especial para Laura Duarte, La Más Feliz del Mundo, a quien deseo que no sea víctima de su belleza, como le sucedió a la protagonista de esta historia de amor y locura).

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Me miraste, y moviste el pie que aún tenías calzado hasta librarte del zapato. Entonces me alegré mucho, muchísimo.

—No estás como un vegetal. Me has oído. Tienes unos pies muy bonitos, parecen los de una niña. ¿Cuántos años tienes? ¿No te acuerdas? ¿Cómo te llamas? ¿Te llamas María? Seguro que tu nombre también es muy bonito. Yo me llamo Mauro, y tengo veinticinco años. ¿Puedo sentarme en el banco contigo?

Como no me dijiste nada, me levanté del suelo y me senté en el banco, contigo. Tenías las manos juntas, sobre el regazo, y la brisa de mayo jugaba con tus cabellos dorados. Al mirarte de nuevo, vi tu rostro de perfil, y me fijé en tu boca entreabierta y en tus labios carnosos. El viento, la brisa, despeinó tus cabellos, y entonces moviste el brazo para apartar el pelo de la cara y luego posaste la mano en el banco, cerca de mí, como para que yo pudiera tocarla con la mía. Me puse algo nervioso cuando también posé mi mano en el banco y la fui acercando a la tuya hasta que el dedo meñique de mi mano derecha, muy despacio, rozó el meñique, tan pequeño, de tu mano izquierda. Y te sentí, Laura, sentí la piel de tu dedo en la del mío. Y me quedé así, sintiéndote,  mucho rato, yo también en silencio, como tú. Pero el tiempo no se detuvo, no se detiene jamás, y la brisa te despeinó nuevamente y tú retiraste la mano, la separaste de la mía, para apartar el pelo de la cara, del rostro más bonito que yo había visto nunca.

—¿A que no sabes qué tengo en esta mano? —te pregunté cuando pude hablar, y te mostré mi puño—. Sé lo que vas a decir, lo que estás pensando aunque no me lo digas. Crees que tengo una castaña, ¿a que sí? Pues no, no es una castaña. Mira —abrí mi puño izquierdo—: tengo una piedra. Es una piedra de la fuente. La cogí antes, cuando te vi aquí.

Tú miraste a lo lejos, y de pronto comenzaste a susurrar tu nana. Algo cantabas, algo susurrabas, sobre un niño; en tu nana pedías a ese niño que se durmiera ya. Y era tan dulce tu voz que cerré los ojos para sentir toda su dulzura. Con los ojos cerrados, pensé en mi madre, y recordé que ella me susurraba algo al oído y que sus palabras me tranquilizaban al instante. A lo mejor, no me acuerdo, también ella me cantaba una nana, la misma que tú estabas cantando. Abrí los ojos cuando dejaste de cantar y vi a Isabel la Católica muy cerca de nosotros, demasiado cerca. Se acercaba con el ceño contraído, con el gesto tan severo como el que pone doña Inés cuando alguno de nosotros hace algo malo. Al verla tan cerca, y tan seria, empecé a rezar en voz muy alta para que me oyese.

—Tú, que todo lo puedes, multiplicaste los panes y los peces, y… y también multiplicaste los logaritmos decimales por dos coma tres para convertirlos en logaritmos neperianos —oré con las manos juntas delante de mi rostro, casi se me cae la piedra de la fuente al juntarlas.

Cuando Isabel la Católica me miró sin modificar el gesto, sin aliviar la seriedad de su rostro pálido, le sonreí y le dije:

—Estamos rezando.


BUENAS NOCHES, LAURA

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