jueves 6 de diciembre de 2012
Amanece. El lomo rancio del
Riachuelo mece raídos botes y viejas latas que golpean contra la orilla. Por
este sumidero de sombras se desangra la ciudad, y parte la noche hacia aguas
más amplias y luminosas. Carteles arrancados, palabras negras, flores de
pólvora muestra en su abandono. Objetos de un sórdido y sitiado laberinto que he
atravesado aferrando el revólver.
Más allá del rumor del tránsito
que extiende los límites de los suburbios, lejos de las persianas que revelan
su alma de óxido ha quedado la vida. El vino agreste que alegraba los sábados;
su cuerpo bajo la Cruz del Sur, entre las hierbas del campo, una noche después
de la tormenta; las primeras palabras que escupí durante una huelga en una
fábrica… ahora se confunden y arden como la sangre y el sudor que me quema la
herida.
Con asombro y como si fuese nuevo
miro el mapa que trazan las piezas del empedrado. Inútil grafía de mugre de la
cual me arranca el rechinar de las ruedas que me buscan. Cuento nuevamente las
balas y otra vez, como el aliento en la garganta, me duele su cuerpo húmedo sobre
la hierba. Oigo ya próximas las voces que me cercan. Qué extraños los recuerdos
cuando un arma es la única madera que sobrevive del naufragio y que por
instantes te salva y te hunde.
Alguien dicta órdenes. También
tuve las mías. En la otra orilla bostezan los primeros postigos; como el cuento
de aquel hombre que transportaba a los muertos, llevan el pavor de la maravilla.
Quizá esa lengua fétida sea mi río del olvido. Por eso dejé caer dos monedas. Ellas
dijeron dónde estoy y por ellas ya corren hacia mí. Impaciente, apoyado en la
pared, los espero. Gritan. Mis ojos serán las últimas sombras que se lleve la
noche. Levanto la mano y disparo.