Comentábamos en la entrada anterior que regular la ética y el sentido común (componentes genéticos de la RSE) no nos parece una alternativa eficaz para promover el compromiso empresarial. Además de los argumentos sobre la naturaleza voluntaria de la auténtica RSE, hay que tener en cuenta que para que cualquier regulación cumpla sus objetivos debe verse respaldada por mecanismos eficaces de supervisión y, en su caso, de sanción. De otro modo, existen grandes probabilidades de que las entidades más reacias encuentren la manera de cumplir con la letra de la ley obviando su espíritu y objetivos.
De nuevo el ámbito financiero nos sirve de ejemplo sobre las dificultades, riesgos y limitaciones de la regulación de comportamientos. Las normas de conducta que han de seguir las entidades en su relación con la clientela están con frecuencia reguladas al más alto nivel. En Europa, la Directiva de Mercados de Instrumentos Financieros (MiFID) establece textualmente que los Estados miembros exigirán a las empresas de servicios de inversión que actúen con "honestidad, imparcialidad y profesionalidad, en el mejor interés de sus clientes". ¡Menos mal que hay una norma que obliga a ello! Supongo que todos entendemos que lo contrario es actuar de forma deshonesta, sesgada y poco profesional, buscando solo el propio beneficio en detrimento de los intereses del cliente. Por supuesto, dado que todos los países de la Unión han adaptado la MiFID a sus ordenamientos jurídicos, los usuarios europeos de servicios de inversión están felices y protegidos porque todos los intermediarios saben que deben ser honestos, imparciales y profesionales. ¿O no? Ah, pues a juzgar por el volumen de quejas ante los servicios públicos de reclamaciones, parece que no. Siendo realistas, tanto esa formulación genérica como la mayor parte de sus normas de desarrollo, en algunos casos más concretas, resultan extremadamente difíciles de supervisar y no añaden gran cosa a la protección efectiva de los consumidores financieros. Y, sin embargo, asegurar la plena satisfacción del cliente mediante un asesoramiento profesional y leal, ¿no debería ser algo plenamente exigible y esperable de la ética y de la responsabilidad empresarial? En una sociedad con mayor cultura financiera, los consumidores tendrían la formación suficiente para filtrar los comportamientos poco éticos y operar solo con entidades honestas y profesionales, sin necesidad de normas bienintencionadas pero imposibles de aplicar. Por desgracia, no estamos aún en ese punto. Algo muy similar ocurre con la RSE. Puesto que estamos hablando de responsabilidad social, debería ser la sociedad quien valorara la calidad de los comportamientos empresariales. Con este enfoque pueden entenderse las iniciativas destinadas a promover la difusión y homogeneización de los informes de responsabilidad social (Global Reporting Initiative) o las certificaciones de cumplimiento de ciertos parámetros, como la Norma SGE 21. Este tipo de aproximaciones son mucho más prometedoras en cuanto al objetivo de difundir la RSE e insertarla en el ADN de las empresas, pero resultarían aún más efectivas si se consiguiera promover una verdadera demanda social de ese tipo de informes y certificaciones. ¿Cómo? Lo hemos anticipado antes: formando a los consumidores para que ejerciten su espíritu crítico y lo plasmen en sus decisiones cotidianas. Víctor Viñuales, director de la Fundación Ecología y Desarrollo, se refería en una entrevista reciente a la "incoherencia de los consumidores": en las encuestas siempre se proclaman dispuestos a valorar de forma positiva determinados comportamientos empresariales, especialmente en el ámbito medioambiental, pero a la hora de la verdad las decisiones de compra siguen viniendo dictadas por hábitos de consumo profundamente arraigados. Esta realidad podría llevar a cuestionar los prometedores y optimistas resultados de la encuesta llevada a cabo por la agencia Cone Communications para su Estudio Global de Oportunidad para la Responsabilidad Corporativa, según el cual los consumidores de los países más poblados del mundo están preparados para recompensar o penalizar activamente a las empresas según su forma de hacer negocios. ¿Esto es cierto o responde al "síndrome de la respuesta correcta" que al parecer sufrimos siempre que contestamos a una encuesta? Por desgracia, creo que me inclino por la segunda opción. En resumen, el desarrollo de la responsabilidad social empresarial debe ir acompañado de un desarrollo paralelo de la responsabilidad individual de los consumidores. Mientras tanto, la estandarización o la certificación de la RSE seguirán teniendo un interés más académico que práctico, ya que no tendremos una ciudadanía cualificada dispuesta a valorar esa información y actuar en consecuencia. Tal vez estemos ante un círculo vicioso, pero ¿no sería un buen objetivo para la Responsabilidad Social, pública y privada, conseguir esos consumidores activos, críticos y bien informados del siglo XXI, en lugar de los meramente reactivos del siglo XIX?