“Una primavera muy particular”
Iris Herrera de Milano
Toronto, 2 de Junio, 2012
Estábamos al inicio del mes de Junio, durante una primavera muy particular. A ratos hacía mucho frío, otras veces llovía y, sin embargo el ambiente estaba muy soleado. El tiempo era terrible, impredecible.
Hilario, conocido como El Loco, estaba felíz. Disfrutaba de todas estas cosas extrañas y del inusual clima que se respiraba. No se sabía si calificarlo de débil mental o de hebefrénico, pues siempre fue así. Vivía en la única cima del sitio y pasaba el día riendo sin parar.
Súbitamente, en medio de una de esas olas de calor y humedad, una serie de plagas invadió el pueblo.
Primero, llegaron los insectos comedores de hojas y de madera, que se fueron sólo después de que acabaron con las plantas del lugar. No hubo cosecha alguna.
Más tarde, aparecieron ratas voraces que sistemática y pacientemente engulleron los animales de las granjas, los alimentos que quedaban en las escasas bodegas y en el mercado del pueblo, y hasta los artículos de cuero y plástico que encontraron a su paso
Después, llegaron unos parásitos muy parecidos a las garrapatas, que se dedicaron a chupar la sangre de todos los seres vivientes del sitio, los cuales quedaban entonces sin fuerza para moverse y morían de inanición, ocupándose luego la zona con sus cadáveres descarnados.
Todo fue arrasado.
Hilario, en su casa de la cima, había sido testigo obligado de la destrucción. Estupefacto, había observado la devastación. Estaba inmóvil en su silla de ruedas.
Su risa vacía, aunque muy debilitada, continuaba.
Así como habían llegado súbitamente, también desaparecieron repentinamente. Sin embargo, no fueron los últimos.
A los pocos días, atraídos tal vez por el olor, se presentaron por miles los escarabajos carroñeros.
Ahora, como a los demás, sí le tocó –también- su turno a Hilario.
Cuando por fin se fueron porque ya no quedaba nada para ellos comer, el silencio llenó el vacío.
Yo llegué al pueblo casi a finales del verano. Era la primera vez que íbamos. Queríamos conocer a los primos que vivían allí.
Era desolador. No quedaba nada excepto huesos sueltos, como las piezas de un rompecabezas.
Lo más impresionante era un esqueleto muy pulido y brillante, sentado y atado a su silla de ruedas. Supuse que debía de haber sido de algún intelectual ermitaño que se retiró a vivir sus últimos años en el pueblo.
El gobierno, cumpliendo un deber moral, erigió una curiosa estatua a un tal Hilario Monteverde, supuesto intelectual inválido cuya figura de ahí en adelante simbolizó el espíritu bravío del pueblo abatido por el desastre.