El motivo del asalto no era otro que un rico libro que se presentaba a la hora taurina por antonomasia: “En Babia y en Luna”. Aunque la excusa literaria bien valía la pena. A la llamada acudimos todos protagonistas. También estábamos los colaboradores. Y hasta caras nuevas, inocentes por su edad. Y otras no tan inocentes pero que habían decidido sumarse al desembarco y experimentar esa sensación de las que tanto se habla en los ambientes más invisibles de la literatura. Cualquier excusa es buena para una incursión así. Cualquier injustificación resulta válida y legal para una intervención militar de esas características. La llamada de cierta escritora que, en los ratos libres ejerce la enfermería, y que sigue teniendo evidente hechizo y encanto entre noveles y eruditos, tuvo de nuevo su eco y su impacto.
Para asaltar la posada, los marines tuvimos que realizar cuando menos una hora de viaje. Cuando más, hasta seis, ocho, o quizás diez horas de viaje. Pero no importa. Como siempre, las ganas del reencuentro ejercieron más influencia que las vicisitudes particulares y personales del personal.
Como cualquier otra operación militar que se precie, la avanzadilla llegó ya el viernes a la tarde. Tomaron posiciones, comprobaron que todo estaba en orden y, en perfecta conspiración con los anfitriones, dispusieron lo necesario para que al día siguiente, la llegada del batallón resultase, como siempre, acogedora.
Ayer, desde la hora de maítines, las diferentes unidades del batallón fuimos alcanzando nuestro objetivo. La responsable de la fuerza terrestre, ejerciendo de anfitriona, nos recibía. Junto a ella, sus ayudantes de campo daban la bienvenida a los recién llegados. A continuación dio órdenes oportunas para que se formara la guardia cuando los servicios secretos anunciaron la llegada de cierta lider espiritual de autores invisibles. Y en aquel momento, creedme, el verdadero y único sentido de la palabra amistad volvió a envolver nuestro objetivo. El abrazo entre ambas y lo que se desprende del mismo resulta altamente contagioso.
La primera se ocupó de distribuir las trincheras. Mientras, se ponía al día de las vicisitudes del personal y, particularmente, de la líder espiritual. La unión entre ambas se transmite por las sensaciones que contagian a los alrededores cuando se las ve juntas.
El frente de juventudes, al que le auguro un prometedor futuro, hizo un reconocimiento del lugar para ubicarse y decidir su estrategia presente y futura. Lo demás es cuestión de tiempo.
La mañana comenzaba a perfilar su epílogo cuando los jugos gástricos de presentes y ausentes comenzaban a revolucionarse. Como es preceptivo en este tipo de hazañas bélicas, la responsable de la fuerza terrestre junto a los propios servicios secretos dispusieron lo necesario para que el regimiento se trasladase a ejercer el preceptivo ayuno gastronómico: un ayuno a base de un magnífico cocido montañés, en el transcurso del cual las relaciones interpersonales bullían con energía. Tras el frugal alimento, había que regresar a nuestro objetivo. Pero la comida había sido opípara y las ganas de caminar, nulas.
Casi sin darnos cuenta se acercaba la hora de autos. Todo dispuesto en el centro de operaciones: expectación entre los visitantes; los anfitriones, en su línea: prestos, serviciales y amables; los protagonistas, ocupando la primera fila del tendido; colaboradores y enamorados, en los laterales. En la última fila, intentando pasar desapercibido, sentado sobre una mesa, un erudito que ya peina canas, intentaba pasar desapercibido. Como era de prever no lo logró porque los maestros nunca pasan inadvertidos para el respetable. Todo en orden.
De repente, clarines y timbales. La respiración de los presentes se cortaba en el ambiente cuando los maestros de ceremonias ocuparon el espacio reservado a los dioses: Un lúcido profesor de música, una embelesada joven autora y un más que azucarado editor se enfrentaban al respetable. Junto a ellos, ejerciendo de maestro de ceremonias, el anfitrión de la posada.
“En Babia y en Luna” se ponía de largo. Nuestro generoso maestro de ceremonias habló ajustado en formas, poniendo siempre una manifiesta evidencia de lo que ellos entienden por amistad, en particular a la ex enfermera, ya escritora visible. Tanto el egregio profesor como la cautivada autora hablaron de lo humano y de lo divino que tenía el volumen que se acababa de parir. Y de repente, sonó el clarín. El editor, en un ejercicio de unión territorial más que evidente entre castellanos y leoneses, habló de lo humano y de lo divino también. Pero no del libro, sino del amor que profesa a las tierras castellanas. Y ya no digamos de las tierras leonesas. A eso se llama “ir haciendo amigos”. Lo demás, tonterías. En mitad de la arenga, sonó mi teléfono móvil. Llamaban desde el Palacio de La Moncloa. Los cimientos del país se estaban estremeciendo. Pedían tranquilidad y cordura, pero el futuro Presidente de C. y León seguía y seguía. La multitud entusiasmada, de pie, exhibía el pañuelo blanco exigiendo que diera la vuelta al ruedo y se abriera la puerta grande. Un muletazo, y otro; una media verónica; un pase de pecho; una manoletina, un pase de pecho. Y remató la faena con un magnífico pase por alto. Eso es tauromaquía de verdad. Lo aseguro.
Julio César, el Cid, o el propio Atila se quedaron en simple aprendices… Aunque también hubo que recordarle al maestro que Asturias es España y el resto, tierra conquistada.
Al final, los autores y los colaboradores fueron requeridos por el respetable. Mientras el nuevo líder religioso de las tierras leonesas atendía a los requerimientos de los presentes.
Y los anfitriones, volvían a ejercer de tales. Un magnífico y suculento café ponía el broche de oro a aquellas horas inolvidables. Poco a poco, con el mismo sigilo que habitualmente reina en esa inolvidable posada, volvimos a quedarnos sólo los de casa.
Mientras llegaba otro de los momentos más álgidos de la noche, una de las nuevas caras de la secta, con nuestro duende favorito y con nuestro más que querido yayo, deleitaron al frente de juventudes y también a los mayores con una improvisada y genuina obra de teatro. Como es habitual, el más querido de los vallisoletanos refugiados en tierras del Rey Don Pelayo hizo las gracias de pequeños y grandes, convirtiéndose, de nuevo, en una pieza irreemplazable de este sólido engranaje. Y hasta los virus de la gripe irrumpieron entre alguna de los presentes para participar del fin de fiesta.
Y los jugos gástricos volvieron a ejercer. Pero se acercaba el momento. Los anfitriones, de nuevo, volvieron a ser generosos y a deleitarnos con una exquisita cena que compartíamos en amor y compañía.
Los presentes quisimos felicitar de una manera muy especial al alma mater de este encuentro. La responsable de la fuerza terrestre, como decía antes, una ex enfermera, se merece éste y otros tributos. La persona que se preocupa por unir a las personas, que tiene una especial sensibilidad para congregar y unir es merecedora de éstos y otros tributos. Y como mortal, también cumple años. ¿Qué mejor momento para celebrarlo que éste? No faltó de nada: buenos deseos, abrazos, besos, demostraciones de cariño, una riquísima tarta y hasta las lágrimas… Todo formalmente ajustado a protocolo. Como debe ser.
La alegría era tal que los virus de la gripe antes que marcharse aburridos, al observar la fiesta, decidieron quedarse. Y tanto que se quedaron…
Y llegó el fin de la noche. Como de costumbre, a los sones de distintas piezas musicales, el personal se recreó bailando hasta que el cuerpo aguantó. Casi todos: la tercera edad y el frente de juventudes consideraron que aquel no era su lugar. Y hasta alguna griposa que otra, marchó a sus aposentos con cierta nostalgia ante la musica que escuchaba. Durante un par de horas nadie se preocupó de los dolores de hombro, ni de las operaciones de cadera, ni de sus hernias discales. Tampoco de los dolores de cervicales. Ni los dolores de intestino… Era el momento de poner el broche de oro a un día inolvidable. Sí, inolvidable.
En medio de la noche, una de las mentes esquizofrénicas más preclaras de este contubernio, pelotazo en una mano y cigarro en otra, se acercó a decirme que echaba de menos a otra mente, no esquizofrénica, pero sí poética, que caminaba con la vida a cuestas. Es evidente que físicamente no estaba. Pero sí se encontraba presente. No sólo se había acordado de él Adalberto Abelardo (parece que hablemos de un protagonista de telenovela latinoamericana). Lo aseguro.
Esta mañana ha tocado la parte más dura. El adiós. No era una despedida. Sencillamente era un: “Nos vemos el día… en…”. Y así será. En breve nos volveremos a reunir. Esta vez en Madrid. Y hablaremos de cuernos, de sexo y de infidelidades. Y de nuevo, nuestra querida “ex enfermera” de anfitriona. Peligro, peligro.
Como se observa, escasamente hemos hablado del libro “En Babia y en Luna” porque, sinceramente, es lo que menos importa. Al menos, hay otras vicisitudes que tienen mucho más valor.
Importa poco el motivo, carece de valor el envoltorio, lo que realmente es importante en estas batallas es el reencuentro, aunque sea para hablar sobre la territorialidad de las provincias castellanas (con perdón) o leonesa (también con perdón). Y punto.
Ahora todos estaremos pendientes de nuestros teléfonos móviles. Esperaremos una nueva llamada. ¿Será para presentar otro libro o, sencillamente, para reunirnos porque el hermano del vecino de la prima de uno de nosotros se ha comprado un coche nuevo? Eso no importa. Lo que importa, lo vital es que, con gestas como ésta, la amistad es complicado que se lesione. Cada hijo de vecino tiene su vida, pero la llamada es siempre la llamada. Y si esa llamada se efectúa desde tierras castellanas (reitero mi perdón) o asturianas, no me cabe duda de que el reencuentro está asegurado. La literatura es una valiosísima excusa. ¿Sí o sí?
Revista Literatura
C. y león o lo que es lo mismo castilla y punto
Publicado el 07 febrero 2010 por House
Acabo de llegar de la comarca leonesa de Babia y Luna. Concretamente, hemos pasado veinticuatro efímeras horas en la Posada de Días de Luna, en Sena de Luna. Y tomamos la posada al asalto, como suele resultar en este tipo e hazañas bélicas, que tienen poco de literarias, y mucho de ociosas. Durante la invasión nadie ofreció resistencia. Al contrario, ello lo hizo más cómodo y accesible. No en vano, para la mayoría era territorio ya conquistado.