Hay personas que conocen todo lo que poseen. Saben taxonómicamente todas y cada una de sus pertenencias, hasta la última por pequeña e inservible que sea. Teniendo incluso miles de fanegas de tierra. O hectáreas, que es una mensura más moderna e ilustrada. K hubiese sido ahora topógrafo, una profesión menos literaria que la de agrimensor. El Sistema Métrico Decimal ha hecho mucho por el progreso del hombre pero muy poco por la poesía. Nació (el sistema) en Francia en 1791 y se implantó en España el 19 de julio de 1849, siendo uno de los primeros países en adoptarlo. En el vecino país, en la Costa Azul, casi todos los casinos tienen patios traseros cubiertos de una frondosa floresta y trazados en dédalo para que los jugadores que se arruinan se puedan volar los sesos reservadamente, en la intimidad y sin escándalo. La fanega de nuestros ahíncos mide 6.459,6 metros cuadrados o 2 almudes o 2 cuartos o 4 cuartillas o 12 celemines.
La huelga que vendrá no es la primera, hubo antes muchas más, anteayer sin ir más lejos. Una de las huelgas de campo, con manifestación incluida en Madrid, me cogió sirviendo en una gasolinera muy unida a la agricultura. Uno de los dirigentes del sindicato mayoritario y organizador de la protesta, coligió que si el surtidor en el que repostaban la mayoría de los tractores permanecía cerrado, obligaría a muchos a no salir al campo. Para lo cual la noche anterior sellaría las puertas, amarrándolas con una cadena y un candado.
Este inmensurable señor —tanto por su corpulencia como por los haberes que poseía— nos puso al tanto del ardite:
—Esta noche voy a encadenar las puertas del surtidor para que no podáis abrir. Mañana a las siete vais a la plaza, que es cuando salen los autobuses a Madrid y os doy la llave del candado. A partir de las diez de la mañana, abrís, os metéis dentro, volvéis a cerrar y aprovecháis para poneros al día con los papeles.
Así lo hicimos, mi compañero y un servidor pasamos el día de la huelga del campo colocando albaranes y rellenando papeles.
Al día siguiente abrimos a la hora de siempre, quitamos el candado y la cadena la desliamos, dejándola amontonada en el suelo. A media mañana llego un señor con voz de pito, algo esmirriado, hermano del corpulento y que no le iba a la zaga en cuanto a haberes: miles de hectáreas, media docena de tractores, varias bodegas, solares, casas, etcétera. Una vez cumplidas las tareas de repostaje y gracieta reglamentaria, al salir se quedo mirando la cadena que yacía en la acera hecha un férreo ovillo. Tras sobarla un rato, se dirigió a los gasolineros:
—¿Esta cadena de quién es?
—De tu hermano.
—No, es mía que la conozco. Haced el favor de echármela en la furgoneta.
Al tiempo, cuando volvió al surtidor le pregunté por la cadena; si efectivamente era suya o de su hermano.
—Llevabais razón —me contó— la cadena era de mi hermano. No me fijé en que tenía un cordelillo atado en un eslabón.
Dijo uno de los tipos más ricos de la ciudad y deduje que iba a conservar el capital bien conservado.
P. S.
Pero también hay cadenas de favores