En sus primeros días de trabajo sorprendía por su agilidad y maestría al moverse entre las mesas. Repartía con soltura y siempre con una sonrisa, copas, cañas, platos y todo lo que le pidieran. Ya desde el comienzo se ganó la simpatía de muchos clientes. Yo era uno de ellos, no solía frecuentar mucho aquella terraza, pero un día, ante la duda de sentarme o continuar con mi rumbo, un “Siéntese caballero ¿le podría servir algo?” me arrastró sin excusa a su terreno. Desde entonces, encuentro allí el momento de tranquilidad necesaria para continuar la jornada sin decaer. Me agrada enormemente sentarme allí a media mañana, hojear la prensa y tomarme ese café que ya me está sirviendo cuando me ve aparecer por la esquina. Últimamente hay algo que aunque no me roba la tranquilidad, sí que me despierta curiosidad. Ella sigue deslizándose con desparpajo entre las mesas, bandeja en mano y sonrisa acogedora en su rostro, y todos los días, más o menos a la misma hora, sirve en la misma mesa vacía, el mismo vino. La primera vez no presté excesiva atención a quién se había sentado allí, en lo que leía las noticias del día, la copa dejó de estar llena. Cuando comencé a percatarme de que el suceso se repetía todos los días, siempre ocurría algo que desviaba mi atención e impedía descubrir el momento en que la copa se vaciaba.
Hoy me dispuse a descubrir qué era lo que estaba pasando. La lluvia impidió que me sentara donde siempre, frente a la mesa misteriosa, por lo que bastante contrariado tuve que pasar adentro. El café se me cayó al suelo cuando tras servírmelo, con la misma cara sonriente de siempre, miré al espejo del fondo y vi que mi mesa estaba vacía.
Texto: Susana Pérez Santos